Opinión | Editorial

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Llamadas de auxilio desatendidas

La dimisión del responsable de las residencias de Madrid no agota la depuración de responsabiidades por los criterios de desatención de los ancianos

Traslado de ancianos en una residencia de ancianos de Madrid.

Traslado de ancianos en una residencia de ancianos de Madrid. / JOSÉ LUIS ROCA

En situaciones límite, este tipo de acciones pueden responder a criterios individualizados al decidir quién tiene prioridad a la hora de recibir una determinada asistencia en función de la urgencia y las posibilidades de curación. En múltiples situaciones de crisis los profesionales han tenido que realizar este triaje, por duro que sea. Pero la problemática que ha generado la epidemia del covid-19 se basa en si se han adoptado protocolos reglamentados, más o menos generalistas, sin necesidad de evaluaciones pormenorizadas, que hacían inviable en la práctica la derivación a los centros hospitalarios de los enfermos ingresados en residencias y condenaban a estos a un final inminente. Incluso, como en el caso de la paciente cuya hija pedía que se la atendiese, con ancianos que enfermaron antes de que las uci quedasen al límite.

La conversación entre la hija de la anciana en situación crítica y la responsable sanitaria de un centro de Madrid parece una prueba concluyente del peso de dichas instrucciones en la restricción del acceso a los hospitales, un detalle importante a la hora de resolver tanto desde la perspectiva civil como penal los expedientes que están proliferando en juzgados y fiscalías y las denuncias presentadas por familiares y asociaciones de afectados. Otras comunidades, como Catalunya o Navarra, por ejemplo, emitieron documentos en los que se priorizaban a los «pacientes que más se puedan beneficiar, en términos de años de vida salvados».  También en este caso, cualquier debate debe pasar por si las decisiones se tomaron de forma dolorosamente racional o friamente indiscriminada. En este asunto convendrá distinguir la práctica irregular de algunas residencias o sus carencias crónicas, tanto en personal como en instalaciones, y la toma de decisiones de las autoridades.

Con las cifras de mortalidad entre ancianos que tenemos ante nuestros ojos, son exigibles  responsabilidades individuales y colectivas, por la propia dignidad de las víctimas y porque la sociedad reclama saber qué pasó exactamente en los periodos más cruentos de la crisis. No es razonable una judicialización politizada de los posibles errores cometidos en una situación abrumadora con la interposición de querellas contra los gestores de la crisis –como así ocurrió con Fernando Simón– impulsadas por  organizaciones que quieran aprovecharse de la circunstancia, por la dificultad de valorar decisiones tomadas ante un panorama de enorme incertidumbre. Los afectados, eso sí, tienen todo el derecho del mundo a presentarse ante los tribunales para que se sepa la verdad sobre lo ocurrido estos meses en las residencias de ancianos y para que se actúe en consecuencia; mientras,  el debate político tendría que centrarse en otro escenario que no es el judicial.