PREMIO A UNA TRAYECTORIA INMACULADA

Por qué Sainz gana (casi) siempre

Carlos Sainz, tras ganar el Dakar-2018.

Carlos Sainz, tras ganar el Dakar-2018. / periodico

Emilio Pérez de Rozas

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Era un sábado de la primavera de 1991. Yo había viajado esa semana a las montañas que rodean Montecarlo para hacer un reportaje sobre los entrenamientos que estaban realizando, allí, la pareja campeona del mundo de rallys, Carlos Sainz y Luis Moya, con el equipo de test, de pruebas, de desarrollo de Toyota.

Llegué con un flamante BMW que amablemente me había cedido “para que lo pruebes, es fabuloso” la no menos encantadora Carmen Mora, responsable de prensa de la firma alemana. Cuando me vieron llegar el jueves, Carlos y Luis me dijeron, al unísono, que estaba loco. “Pero qué haces aquí, aquí solo estamos los locos”.

Yo también estaba loco por ellos, pues me parecían, no solo unos profesionales increíbles, sino las mejores personas que había conocido en mi vida. Compartí con ellos las durísimas sesiones de jueves y viernes. Y llegó, repito, el sábado. ¡Vaya, sí, el sábado! Moya tenía esa noche una fiesta de cumpleaños de uno de sus tres grandes amigos, que preparó un fiestón espectacular en el Club de Tenis Vall Parc, de Barcelona.

Incansable en el entrenamiento

Llevaban cientos de kilómetros de entrenamiento. Sainz lo había probado todo, todo, todo: suspensiones nuevas, neumáticos de todo tipo, relaciones de cambio diversas, centralita electrónica nueva…todo. Luis empezó la jornada de ese sábado sereno, feliz, le quedaban unas cuantas tandas más y a la fiesta.

Al mediodía, en esas montañas monegascas, Sainz siguió probando y probando, hasta el extremo de que Luis se me acercó y me susurró al oído: “Emilio, tú que puedes, por qué no averiguas si nos queda mucho por probar”. Yo, tonto de mí, me acerqué, en una de las paradas, a Carlos y le pregunté. “Bueno, aún me queda un ratito”, añadió el ya campeón.

La tarde iba cayendo, la noche iba apareciendo y Luis iba impacientándose. “Emilio, por favor, a ti que te hace caso, por qué no le preguntas qué le queda, yo soy incapaz de preguntarle”, me susurró Luis, justo, justo, justo, cuando Carlos detuvo su Celica y gritó (cariñosamente) a sus mecánicos: “¡Ponerme las luces!” Y ahí aparecieron, ante la estupefacción de Moya, dos mecánicos con una ‘estantería’, porque no me atrevo a calificarlo con otro nombre, de faros, de luces. Había, como poco, ocho faros inmensos. Se los pusieron en el morro del Celica y salió pitando hacia la montaña, con Luis dentro, claro.

Volando bajito hacia BCN

Acabó el test a las siete y media de la tarde-noche. Luis estaba desesperado. Tanto, tanto, que se despidió de Carlos y, vestido con el mono de carreras y su casco, se metió en mi BMW, en el puesto de conductor, perdón, del piloto. Volvimos a Barcelona a una velocidad de vértigo. Increíble. Jamás he corrido tanto en mi vida. Tenían que haber visto la cara del cobrador de la cabina del peaje de la Junquera cuando vio que el que pagaba el peaje era ¡Luis Moya! vestido de Carlos Sainz.

Luis llegó al fiestón de su amigo a las diez de la noche. Merecimos, ahora puede contarse, acabar en comisaría. Por eso (entre otras cosas) le acaban de dar el premio Princesa de Asturias del Deporte al mejor piloto de todos los tiempos. Porque Carlos Sainz trabajaba, trabaja y trabajará más que nadie para ser el mejor. No importa que llevase tres días con sus tres noches picando piedra. No importa que fuese sábado y que su ‘copi’ tuviese el cumpleaños sonado. “¡Ponerme las luces!” Sainz quería seguir probando, necesitaba seguir probando. Nunca, jamás, ha estado satisfecho de sus logros. Tampoco ahora. Algo prepara. 

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