El racismo en EEUU
Melanina y desigualdad
Es difícil comprender que el pigmento que da color a nuestra piel es un mero ornamento, que lo que nos hace distintos son las ideas y, sobre todo, la desigualdad. Eso es lo que hay que abordar
Ángeles González-Sinde
Escritora y guionista.
Ángeles González-Sinde
Cuando veo las movilizaciones por el cruel asesinato de George Floyd a manos de la policía, pienso en mi experiencia del racismo en las distintas etapas en que he vivido en Estados Unidos, pero sobre todo en mis visitas a un estado remoto, poco conocido salvo para lo malo. En 1982, tenía 17 años cuando aterricé en Jackson, capital del estado de Misisipí. El escuálido aeropuerto me pareció un hangar. Era el estado más pobre de la Unión y en esa posición ha seguido hasta hoy. No existía la red de autopistas habitual en otras ciudades americanas, nada de aquel entorno me recordaba a mis veranos en Massachussets aprendiendo inglés.
Misisipí era un estado atrasado incluso para los parámetros de España. Pero tuve suerte y la familia que me acogió era cálida y afectuosa, que es lo más importante en la vida. Ella, profesora de Historia, y él, un contable prejubilado, me enseñaron a conocer y a amar esa tierra difícil. A los pocos días me incorporé al 'high school'. Hacía solo 10 años que el sistema escolar había sido integrado, en 1973. Es decir, hubo de transcurrir más de un siglo desde la abolición de la esclavitud hasta que en Misisipí se permitió que los niños negros compartieran aulas y pupitres con los blancos. Y ocurrió a golpe de decreto. Alguna vez Diane me describió ese primer día en que los alumnos negros se sentaron en su aula de chicos blancos: la sensación de abandono, de ser el conejillo de indias al que se le encargaba acabar con siglos de segregación. «No nos prepararon para ello –me decía–. Durante años nos habían estado diciendo lo que queríamos oír, que nada cambiaría, pero el cambio era necesario e imparable. No podíamos seguir viviendo en un sistema moralmente indigno, injusto y despreciable. Pero no se hizo nada para ayudarnos en esa transición. Nos dejaron tirados a alumnos y profesores, a nuestra suerte».
Mientras, otros sectores de la sociedad seguían como si tal cosa con su sistema de 'apartheid' encubierto. Para evitar la desbandada de docentes pidiendo el traslado a escuelas en distritos más blancos, el Departamento de Educación ofreció incentivos económicos. A muchos ni por esas les compensaba. Amenazas explícitas, anónimos y pintadas esperaban a Diane y otros colegas. La paradoja es que Diane no era una peligrosa activista izquierdista, sino una mujer conservadora y tradicional, culta, eso sí, de fina inteligencia y con la idea clara de que no eran los niños lo que fallaban, blancos o negros, sino el sistema cerrado, opaco y hostil.
Amistades abocadas al fracaso
Esa impresión tuvimos las cuatro estudiantes europeas en el instituto Murrah en 1982: habíamos aterrizado en un medio impenetrable para los forasteros. El curso fue duro socialmente. Las amistades con los compañeros negros (el 80% del alumnado) pronto estaban abocadas al fracaso, sea porque podíamos generarles problemas a ellos, sea por las enormes diferencias sociales y económicas. Respecto a los compañeros blancos, el instituto estaba cerca de un barrio acaudalado y podías tener en un lado del pupitre al chico blanco más pijo y al otro a una compañera negra que vivía en una infravivienda sin agua corriente. Las extranjeras quedábamos en tierra de nadie. La diferencia no era un atractivo, sino un demérito.
Solo un estudiante mostró interés por las cuatro forasteras, Dan Gibson, un pelirrojo singular que tocaba el piano y que, con el andar del tiempo, llegó a disputar la candidatura a gobernador del Estado por el Partido Republicano con solo 34 años. En mi última visita a Misisipí tomé un café con él. Ya no estaba en política, pero su perspectiva era interesante. Según Dan, en Misisipí la integración de blancos y negros en las clases medias y altas es real en los ámbitos profesionales. En los despachos la convivencia es respetuosa y cordial, pero se queda ahí, en la oficina: «Mi generación fue la primera que vivió la desegregación en las escuelas. Encuentras gente blanca progresista que votó por Obama sin problemas. Sin embargo, existe una segregación nueva no oficial, pero efectiva: blancos y negros hoy en día van a escuelas distintas, muchas de ellas privadas, y viven en comunidades residenciales donde se hace una vida totalmente separada. Eso ha hecho a las nuevas generaciones mucho menos tolerantes con la diferencia y más polarizadas ideológicamente».
Es difícil comprender que la melanina, el pigmento que da color a nuestra piel, es un mero ornamento, que lo que nos hace distintos son las ideas y, sobre todo, la desigualdad. Eso es lo que hay que abordar.
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