La ciudad sin multitudes

La Rambla en un parpadeo

Tenía curiosidad por ver la avenida sin rebaños de turistas, sin paellas, ni sangrías, ni sombreros mexicanos, sin multitudes

Unos trabajadores limpian los toldos de una terraza en La Rambla de Barcelona

Unos trabajadores limpian los toldos de una terraza en La Rambla de Barcelona / periodico

Care Santos

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Echaba de menos Barcelona. Es lo que tiene vivir en el área conurbana. Por eso lo primero que hice cuando se pudo fue acercarme a comprobar que todo seguía en su sitio: el paseo de Gràcia, la Diagonal, el Moll de la Fusta, el Born, la Rambla... En especial esta última. Tenía curiosidad por ver una Rambla sin rebaños de turistas, sin paellas, ni sangrías, ni sombreros mexicanos, sin multitudes. Una Rambla que se parece ahora más que nunca a las que fue en otro tiempo. A la de principios del siglo XIX, cuando el turismo era un lujo al alcance de muy pocos y el escritor Leandro Fernández de Moratín, afrancesado y sibarita, decía de ella que era uno de los paseos más elegantes del mundo. Aquella que recorría José Zorrilla, el autor de 'Don Juan Tenorio', camino de L’Ateneu, donde era tan querido, y en la que los jóvenes barceloneses le reconocían y le paraban para hacerle preguntas. Eran tiempos en que las personas del mundo no eran multitud. Se estorbaban menos.

Pensaba en todo esto y me parecía que a la ciudad le ha sentado bien esta primavera sin nosotros. Como si pudiera existir por sí misma. En la fachada del Liceo lucían los carteles de una ópera cuya última función estaba programada para mediados de abril. Había un silencio extraño de tiempo detenido. Vi abuelos autóctonos tostándose al sol. Quioscos cerrados. Algún paseante feliz y estupefacto. Deambulé por el mercado de la Boqueria sin aglomeraciones. Fue como pasear por una ciudad diferente que, sin embargo, conservaba todos los rasgos de la que tanto amo. 

Confieso que al final de mi paseo tuve un momento de debilidad. Me detuve a los pies de la estatua de Colón, contemplé las golondrinas fondeadas y sin pasajeros, miré atrás y por un instante eché de menos el mar de gente, las estatuas humanas, los turistas, las paellas, las sangrías y toda esa colorida abundancia que en la Rambla es norma. Duró lo que un parpadeo. Lo mismo que habrá durado la de ahora cuando, en apenas unas semanas, se desvanezca y deje de parecernos real.

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