RENTA MÍNIMA VITAL

La pobreza, a secas

El virus nos ha arrinconado contra las cuerdas, y no parece que vayamos a salir de la ciénaga sin una solución keynesiana

Cola para recoger comida en el Comedor Social Reina de la Paz de las Misioneras de la Caridad, en el Raval, el 8 de mayo

Cola para recoger comida en el Comedor Social Reina de la Paz de las Misioneras de la Caridad, en el Raval, el 8 de mayo / periodico

Olga Merino

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Para mí, para muchos compañeros de generación, la pobreza extrema es solo un eco doloroso en la memoria familiar. Acaso un temor atávico. Más reflexión que experiencia sufrida, aunque su latigazo no se haya alejado mucho en el tiempo. Rebusco en la estantería 'Rabos de lagartija', de Juan Marsé, la mirada taladro, el gran orfebre de la novela, de quien me viene a la cabeza una descripción sobre la indigencia tan sencilla como poderosa. Al fin doy con el párrafo subrayado en el libro: "Garbanzos, lentejas, boniatos, farinetas. Puedo nombrar estas cosas y olerlas en la memoria con la misma gratitud y respeto con que lo haría mamá, acariciarlas con las manos y la voz de mamá. […] Los terrones de azúcar en la salsera desportillada, las lentejas en una caja de galletas, los boniatos en un barreño de zinc, los ajos en un bote de cacao…". A pesar de la limpieza y el orden que impone a su alrededor, en la pobreza las cosas nunca parecen estar en su sitio; andan, en efecto, ocupando insidiosas el lugar que un día correspondió a otras. Pertenezco a una generación cuyos padres, lastimados por la escasez de la guerra y la posguerra, nos enseñaron a besar el pan si caía al suelo. En casa no se tiraba nada.

La pobreza mancha, tizna, ata y humilla. Por ello debería ser motivo de alegría la aprobación de la renta mínima vital, por vez primera en la historia de España, una ayuda que beneficiará a 2,3 millones de personas y, entre ellas, sacará de la miseria extrema a unos 1,6 millones. Cifras, números huecos que así, en crudo, no dicen nada pero esconden una realidad áspera, la de las familias monoparentales, la de los desempleados con los derechos de prestación agotados, las 'kellys', quienes cuidan de ancianos y dependientes. Por no hablar de los autónomos a dos velas (para según qué trabajadores por su cuenta, una pérdida de ingresos del 75% supone caer de dos patas en el cubo de la desnudez). Y encima, el cierre de la Nissan, unos 3.000 parados añadidos, más otros 20.000 empleos indirectos. Un chorro de millones inyectados a la multinacional, para que no se largara de Catalunya, corren ahora burbujeantes desagüe abajo. 

Este maldito mazazo, el covid-19ha tensado los hilos hasta el límite, dejando al descubierto los agujeros de gruyer que socavan lo realmente importante. Los hachazos al sistema de sanidad pública, el desamparo de los ancianos en las residencias, las flaquezas en la educación ensordecen ahora con un chirrido estridente… ¿Clases telemáticas? Profes amigos, que batallan en institutos duros, hablan de chicos con móviles a pedales, sin ordenador en casa, en claro riesgo de exclusión. La pandemia ha puesto en evidencia también la precariedad del empleo, de manera que el ingreso mínimo vital acabará ejerciendo de 'escudo social' para quienes puedan caer en la pobreza súbita. Octubre viene caliente, sí. Da miedo pensarlo.

Opiniones hirientes

La renta mínima es un logro social del que ya disfrutaban muchos otros países europeos, no demasiado bolivarianos en su esencia, y por ello indigna escuchar alguna opinión no por minoritaria menos hiriente. "Vaya, la paguita de por vida; yo también quiero". Demagogia de baratillo. ¿Alguien cree en serio que 600, 700 e incluso 1.000 euros dan para repantigarse en el sofá a ver la tele comiendo pipas? ¿Hay detrás de esas críticas una historia de esfuerzo? "Ya estamos con el mamoneo". ¿Sí? Pues a quien se pase de listo, caña. Los recelos suenan más bien a desconfianza de rico con la ceja levantada, como cuando el populista holandés Geert Wilders acusa a España e Italia de ser "pozos sin fondo" que maman de las ubres de la Unión Europea en cada crisis financiera. Tras el plan franco-alemán de inyectar 500.000 millones de euros para paliar la catástrofe del coronavirus, el semanario holandés Elsevier Weekblad tilda de "vagos" a los países del sur, sin más preocupación que el sol, el vino y las guitarras. En el crac financiero del 2008 nos bautizaron, en una ocurrente combinación de las siglas en inglés, como 'pigs'; o sea, cerdos. Portugal, Italia, Grecia y Spain.

Sería muy deseable que, en lugar de convertir la pobreza en un elemento estructural, el problema se subsanase con la generación del empleo. ¿Pero cómo? ¿Dónde están esos puestos de trabajo que tanto se necesitan? El virus nos ha arrinconado contra las cuerdas, y no parece que vayamos a salir de la ciénaga sin una solución keynesiana, sin que los estados se arremanguen y se impliquen. Bienvenidas sean, pues, las ayudas. 

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