Análisis
Cainismo español
Ahora es tiempo de asumir el dolor colectivo, de concordia y consenso, no de caceroladas ni de aritmética parlamentaria. ¿Es que no han aprendido nada?
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
Los filósofos, esa especie que se dedica a pensar para hacernos pensar, son más necesarios que nunca en estos tiempos de miedo y nieblas apocalípticas. Rafael Argullol, por ejemplo. En los últimos días he leído varias entrevistas con él —saca libro en octubre, ‘Las pasiones de Argullol’— en las que, entre otras lecturas oportunas sobre lo que está pasando, trae a coalición la cantidad de personas odiadoras que hay en España, pese a la trabajera de sostener esa pasión el tiempo. En la conversación con Anna Maria Iglesia para ‘Letra Global’, el autor habla de “mala sangre” y de un “cainismo” arraigado, más que en ningún otro país del mundo, empleando así un mito bíblico que, en su significado profundo, una ya creía olvidado en el último rincón del desván. Loco de celos porque Yahvé prefiere las ofrendas de su hermano Abel, Caín lo mata asestándole un golpe en la cabeza con una quijada de asno. El estigma de la manía fratricida. ¿Persiste aquí y a estas alturas? Pues, sí. Parece que el coronavirus puede con todo menos con la mala leche. Ahí siguen la tentación del abismo, la actitud de desprecio hacia los consensos, el regocijo en los errores, la mentalidad de base testicular.
La fatalidad, la idea de España como destino trágico, viene de antiguo, al menos desde que Goya plasmó en las paredes de la Quinta del Sordo sus ‘pinturas negras’, en concreto el ‘Duelo a garrotazos’, dos hombres sepultados en la tierra hasta las rodillas, a estacazo limpio, la respuesta que dio el artista ante su momento político, el fin abrupto del trienio liberal y el ajusticiamiento de Riego por parte del nefasto Fernando VII (el de “vivan las cadenas” y tal). Retomaron luego el tema del cainismo Larra (“aquí yace media España: murió de la otra media”) y en cierta manera Galdós en sus ‘Episodios nacionales’. También el novetayochismo, sobre todo Unamuno y Antonio Machado, en ‘Campos de Castilla’, en los versos “son tierras para el águila, un trozo de planeta / por donde cruza errante la sombra de Caín”.
Qué cansancio. Sea el cainismo un tópico metahistórico o bien un bucle del ADN, donde en verdad pervive la mala baba atávica es en la clase política (en un sector más que en el otro). La clase de tropa estamos en otra dimensión, en saber cómo pagaremos las facturas, en encajar los ertes, en mantener algún tipo de ilusión, en asumir el disloque emocional que ha supuesto la pandemia. Aún no me he recuperado de lo que vivió un amigo que trabaja como cuidador en una residencia de ancianos en pleno Eixample barcelonés, solo con sus compañeros, sin protección, con cadáveres en las habitaciones que tardaron más de dos días en recoger. ¿Errores en la gestión del Gobierno? Por supuesto. ¿Narcisismo? También. Pero ahora es tiempo de asumir el dolor colectivo, de concordia y consenso, no de caceroladas ni de aritmética parlamentaria. ¿Es que no han aprendido nada? ¿No leen? La grandeza del mito bíblico radica en que Yahvé, si bien condena a Caín a vagar por la tierra y a no arrancarle fruto, impide a su vez que le toquen un pelo.
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