Ascensor averiado
Un apartamento con vistas
Para los que crecimos en los ochenta los veranos eran nuestro pueblo, nuestros amigos y nuestras primeras libertades. Olían a Aftersun, a granizado de limón en la heladería de siempre y al cuero de las pulseras del mercadillo en el paseo marítimo. Bebíamos nuestros primeros cócteles con mucho humo, demasiado azúcar y poco alcohol y nos enamorábamos irremediablemente del holandés de turno del camping del pueblo. Tres meses en un destartalado apartamento con vistas que apenas pisábamos en tres meses.
Ya entonces no era lo mismo que el apartamento estuviera en Castelldefels o en Begur, pero a nosotros nos daba igual porque solo veíamos nuestro verano y era imposible que hubiera un pueblo y una pandilla mejor.
Mientras nuestros padres, en los ochenta, disfrutaban de ese apartamento que todavía pagarían durante muchos años, que jamás amueblarían en condiciones y que posiblemente acabarían vendiendo décadas más tarde porque “ya nadie subía”. Pero entonces se sentían orgullosos de haber conseguido tener algo suyo y se les veía felices, compartiendo cenas improvisadas con otros vecinos, también felices. Todos habían conseguido -por fin-pertenecer a la ansiada clase media. El ascensor social les había dejado en la planta que les correspondía y lucharían el resto de sus vidas para no tener que abandonarla.
Nos hicimos adultos con esa normalidad y la dimos por hecha, el apartamento con vistas dejó de interesarnos, aunque lo utilizaríamos de forma intermitente; siempre estaba, por si acaso.
Lo que realmente nos motivaba era viajar, conocer mundo, tener unas vistas de verdad y no limitadas a la octava línea de playa del apartamento. Eran todavía viajes auténticos: una semana, una capital europea y mucha curiosidad, pateábamos las ciudades literalmente. Guardábamos los mapas urbanos de París, Londres o Praga con los sitios en los que habíamos estado. El ascensor social funcionaba, todo estaba en orden.
Pero perdimos la autenticidad y el disfrute anónimo. Seguimos viajando, pero necesitábamos que el viaje fuera más lejano, más exótico y más fotogénico. Llegaron las pulseras del todo incluido, los safaris que tan bien quedaban en vídeo y las fotos con tribus autóctonas a las que invadíamos solo por tener una experiencia.
Esperábamos a llegar del viaje para torpedear con fotos y horribles vídeos a la familia. Después llegaron las redes sociales y todo fue a peor. Jamás hemos viajado tan poco viajando tanto. Instagramear, compartir, todo para reafirmarnos como una clase media que estaba un poco por encima de la otra clase media, la de nuestros padres. Lo nuestro era un entreplantas. La vista y la cabeza puesta en la de arriba, la nómina anclada a la de abajo.
Se acerca el verano y la pandemia nos ha arrebatado vidas y también viajes. Lo primero es desolador, tanto que muchos intentamos aferrarnos a lo segundo aún sin saber si nos lo podemos permitir. No se trata de ahorros, sino de trabajo. Miramos opciones y nos sorprendemos y nos damos también un poco de rabia cuando tecleamos en el buscador: apartamento con vistas.
El ascensor parado, nosotros dentro.
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