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La versión de la hija

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Miqui Otero

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Una niña despeinada despierta en un comedor caótico vistiendo una camiseta gigante de Metallica. Se pone muy meticulosamente un calcetín en el pie derecho para justo después calzarse una Converse All Star roja. El izquierdo no corre la misma suerte: solo encuentra una chancla amarilla. Así, con ese asimétrico calzado, se dirige al baño: se encarama a un taburete para alcanzar un lavamanos que le va aún más grande que la camiseta. Todo, de hecho, parece hecho a una escala adulta que se ha olvidado de que existe, pero, aun así, ella se las arregla para arreglarse.

Hay escenas que resumen una vida y prometen una gran historia. Esta, en concreto, es la primera de la película 'Las buenas intencione's, el debut autobiográfico de Ana García Blaya que se pudo ver en Filmin durante el festival D’A. Tan divertida como triste, aparentemente sencilla, retrata a su protagonista en apenas quince segundos. Lo hace tan impecablemente como cuando, por ejemplo, Patricia Highsmith nos quiere presentar a su personaje Tom Ripley (desclasado, pobre, ambicioso y fuera de lugar), así que lo hace llegar a la elegante playa italiana de  Mongibello sin bañador ni calzado playero y lo humilla obligándolo a caminar un montón de metros vestido de calle y con la arena abrasándole las plantas de los pies.

Pero volvamos a la niña de 'Las buenas intenciones', que ha amanecido en la casa de su padre divorciado. El típico Peter Pan varado  en la fase anal y entregado a la música, que hace sus pinitos como compositor rock

En la película 'Las buenas intenciones', el típico retrato del padre peterpanesco e irresponsable cambia totalmente si lo explica una hija con mucho talento

y trabaja algunas horas en una tienda de discos de la Argentina de la crisis de los 90. Lo cierto es que sabe pasarlo bien, con chicas y con amigos, aunque jamás se sabe si está triste porque escucha música pop o si escucha música pop porque está triste. ¿Les suena? Al margen de 'Alta fidelidad', de Nick Hornby, mil novelas y películas han explorado a este espécimen masculino algo trasnochado. De hecho, quizás demasiadas.

¿Entonces qué hace de esta película algo tan especial? De entrada, que está escrita por la hija y no por un autor blanco de mediana edad. No hay aquí idealización autocomplaciente del tipo de pájaro que cree que las reclamaciones de Hacienda son correo comercial que se puede romper en la portería y para el que unos fideos instantáneos Yatekomo son una receta sofisticadísima. Lo que hay es la mirada de una hija, que sabe desmitificar a su padre sin dejar de quererlo, severa y tierna al mismo tiempo. Radiante cuando su progenitor brilla porque comparten canciones y chapuzones, pero plenamente consciente de (incluso paternalista con) las taras de su padre. Es el retrato de una hija condenada a padecer resaca sin haber probado aún el alcohol, pero que sabe salir adelante y disfrutar, también sufrir, haciéndolo.

 Es esta joya luminosa y detallista, con la electricidad de dos manos que se tocan y se dan calambre, la demostración que no se trata tanto de evitar temas o tipos de personajes, tampoco de hacerlos más aceptables a nuestro tiempo, sino de poder verlos mirados por otros ojos. Sea la batalla de Stalingrado en los de las mujeres rusas o un complicado divorcio en los de la hija. La misma canción es otra canción si la versión y quien la interpreta es diferente. Y si quien lo hace tiene el talento de Blaya, tan pero tan hija de la razón sensible de su madre y del destello loco de su padre, suena elegantemente sutil, emocionalmente generosa, precisamente preciosa, además de muy necesaria.