Cruzarse de brazos
Berlín, 1945
Las encrucijadas históricas, como lo fue el fin de la segunda guerra mundial, deberían reorientar el rumbo. Ha llegado el momento de ponerse manos a la obra, de tomar partido
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
La semana pasada mi amiga la editora María Antonia de Miquel me envió un artículo de prensa que desempolvó viejas anécdotas perdidas en los cajones de la memoria. El escrito mencionaba a Yevgueni Jaldéi (1917–1997), el reportero gráfico célebre por haber captado una instantánea histórica, la del soldado del Ejército Rojo que enarbola la bandera de la Unión Soviética, hoz y martillo al viento, en el tejado del Reichstag, recortada la enseña sobre un cielo de Berlín aún turbio por el humo de las bombas. Cuando disparó la cámara, hacía tan solo dos días que Hitler y Eva Braun se habían suicidado en el búnker de la misma cancillería —él, de un tiro en la sien; ella, mordiendo una cápsula de cianuro— y sus cadáveres habían sido rociados con gasolina y quemados en el jardín del edificio. La fotografía, símbolo por excelencia de la capitulación nazi, y el momento histórico que sintetiza acaban de cumplir 75 años.
Por una carambola del destino, pude visitar a Jaldéi en su apartamento moscovita justo seis meses antes de que muriera. Estaba bien, todo lo bien que uno puede encontrarse a los 80 años. Pantuflas a cuadros, tobillos hinchados por la flebitis y una pensión de miseria en la Rusia del capitalismo salvaje. Acababan de operarlo de cataratas, pero conservaba el recuerdo prístino de los 1.418 días que duró la guerra —los contó uno a uno, con el único empeño de empujar el tiempo hacia adelante, esperando tomar la última instantánea del conflicto— y del convencimiento planetario entonces de que aquella pesadilla no debía repetirse. Nadie había pagado un precio tan elevado como los soviéticos (27 millones de muertos).
Hoy, 75 años después, el mundo vuelve a estar sentado en el filo del precipicio. Es una lástima que el coronavirus se haya llevado por delante los festejos de la efeméride, la reflexión y la tan necesaria pedagogía, ahora que la ultraderecha vuelve a rugir. Ningún país puede luchar en solitario contra la pandemia (y las que vendrán) ni blandir en solitario la espada contra el cambio climático. ¿Hasta cuándo podrán resistir los engranajes? En los últimos 40 años hemos venido desarrollando un sistema atroz que fuerza hasta el límite la maquinaria, desquiciada entre los polos del despilfarro y la creciente desigualdad. El virus ha sido un aviso. Cuando el mundo conocido hasta ahora se cortocircuita, el parón debería obligar a refundar las bases del pacto, al borrón y cuenta nueva. Las encrucijadas históricas, como lo fue el fin de la segunda guerra mundial, deberían reorientar el rumbo. Ha llegado el momento de ponerse manos a la obra, de tomar partido. Hitler no habría podido llegar adonde llegó sin los que se cruzaron de brazos, sin los millones de pequeñas cegueras, sin los “a mí qué”. Contaba Jaldéi en aquella visita que durante los juicios de Núremberg, que también cubrió como reportero, los jerarcas nazis se desmayaban cuando les pasaban filmaciones de las atrocidades que ellos mismos habían cometido. No podían imaginar las dimensiones del monstruo que habían creado.
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