75º aniversario de una efeméride que cambio el mundo

El nuevo orden mundial tras la segunda gran guerra entra en crisis

Franklin Delano Roosevelt (centro) junto a Stalin (izquierda) y Churchill (derecha), en la Conferencia de Teherán, en Irán, el 1943.

Franklin Delano Roosevelt (centro) junto a Stalin (izquierda) y Churchill (derecha), en la Conferencia de Teherán, en Irán, el 1943. / periodico

Albert Garrido

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El 8 de mayo de 1945 terminó en Europa la segunda guerra mundial con la rendición incondicional de Alemania. En un lapso de tiempo muy corto se articuló un nuevo orden internacional, impuesto por Estados Unidos y la Unión Soviética, que degeneró en la guerra fría, la división en bloques y la carrera armamentista. Nada escapó a la lógica de los vencedores y nada escapa hoy a su herencia a pesar de que nada es lo que fue hace 75 años: Estados Unidos conoce una fractura social sin precedentes, Rusia es bastante menos que la URSS, dos de las naciones derrotadas –Alemania y Japón– son grandes potencias económicas a escala global, China aspira a la hegemonía y Europa se debate entre la unidad de acción y el rebrote nacionalista.

Cuatro variables, entre otras muchas, son determinantes en la configuración del mundo de hoy: la explosión demográfica, la globalización de la economía, la revolución tecnológica y el aumento de las desigualdades. En 1950, el 22% de los habitantes del planeta eran europeos; hoy son poco más del 10% de la aldea global, mientras que en Asia viven el 57% de los 7.700 millones de seres humanos que pueblan la Tierra. El modelo económico asociado a las finanzas sin fronteras, las nuevas tecnologías y el crecimiento sin límites ha desencadenado la emergencia climática. Sumadas demografía y economía, el resultado ha sido un agravamiento de las desigualdades y la debilidad del sistema cuando se desencadena una crisis como la pandemia en curso.

El profesor Henry Kissinger publicó el 3 de abril un artículo en 'The Wall Street Journal' en el que afirma: “Ningún país, ni siquiera Estados Unidos, puede en un esfuerzo puramente nacional superar el virus. Abordar las necesidades del momento debe, en última instancia, combinarse con una visión y un programa de colaboración global”. Pero lo cierto es que, más allá de las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada país aplica sus recetas y la gestión de la crisis sanitaria está bastante lejos de responder a una coordinación internacional. Antes al contrario, la exacerbación nacionalista ha puesto en circulación ideas como el pasaporte de inmunidad, que Chile ya ha hecho realidad, y las apelaciones al multilateralismo son más simbólicas que efectivas.

Nula colaboración

Si la cooperación para vencer el coronavirus es por lo menos dudosa, la complicidad universal para afrontar la emergencia climática es simplemente inexistente. La retirada de Estados Unidos del acuerdo de París del 2015 impide la gestión coordinada de un problema que requiere acciones globales y degrada la solidaridad intergeneracional. Resulta paradójico que la capacidad anticipatoria del diplomático estadounidense George F. Kennan detectara en 1954 las disfunciones que en el presente soslayan cuantos niegan el cambio climático. Kennan se preguntaba en 'The unifying factor' (El factor unificador) en qué condiciones se pueden aceptar “la industrialización y la urbanización sin destruir los valores tradicionales de una civilización y corromper su vitalidad interna”. Y añadía que “estos son los problemas de los hombres en todas partes”.

El orden internacional presente enturbia la perspectiva de un futuro sostenible en términos medioambientales, de reparto de la riqueza y de cohesión social. 

Desde luego, lo son hoy. “No debería haber más firmas de acuerdos internacionales que reduzcan los derechos de aduanas y otras barreras comerciales sin incluir medidas cuantificadas y vinculantes para combatir el 'dumping' fiscal y climático en esos mismo tratados”, sostiene el economista francés Thomas Piketty. Al final de la guerra, el gran desafío era dinamizar la economía europea y la de Japón, que salieron exhaustas de la contienda, pero ahora el objetivo debería ser adaptar el modelo de crecimiento a la capacidad de resistencia del planeta. En caso contrario, se corre un doble riesgo: la deslegitimación del poder y la desintegración del contrato social.

Mayores desigualdades

En última instancia, el riesgo es que la pandemia agrave las desigualdades, que ya se desbocaron con la salida de la última crisis. Todos los informes solventes sobre la materia atestiguan que la desigualdad ha ido en aumento desde 1980. En concreto, el de Oxfam calculó en el 2018 que la riqueza privada neta en los países ricos equivalía a entre el 400% y el 700% de la riqueza de titularidad pública. Tales porcentajes son la consecuencia de la contracción del Estado del bienestar y de lo público, que ahora se reputa insustituible para combatir la enfermedad.

Es fácil concluir de todo ello que el orden internacional presente enturbia la perspectiva de un futuro sostenible en términos medioambientales, de reparto de la riqueza y de cohesión social. “Gran parte de las soluciones, gran parte de las estructuras que teníamos en el pasado han sido destruidas por el extraordinario dinamismo de la economía en que vivimos”, declaró el historiador Eric Hobsbawm en 1999. A tal diagnóstico hay que sumar 20 años después la quiebra del multilateralismo, el binomio nacionalismo-proteccionismo alentado por Donald Trump y la desorientación de opiniones públicas instaladas en una sucesión de crisis de dimensiones insólitas y resolución incierta.