ANÁLISIS
Un bloc de notas y una cámara de fotos
En la tribu del periodismo internacional, el nombre de Ana Alba brilla por la excelencia de su trabajo y la empatía de su mirada
Joan Cañete Bayle
Subdirector de EL PERIÓDICO.
Periodista y escritor. Transición digital y audiencias. Entre otros trabajos, ha sido corresponsal en Jerusalén y Washington DC. Autor de las novelas 'Expediente Bagdad' (junto a Eugenio García Gascón) y 'Parte de la Felicidad que Traes', y del ensayo sobre el conflicto palestino-israelí 'Muros, bosques, tumbas: Un periodista en Jerusalén'
JOAN CAÑETE BAYLE
No voy a escribir un obituario de muerte. Voy a escribir un texto de vida. Al fin y al cabo, si algo irradiaba Ana Alba, compañera, colega, amiga, era justamente eso, vida. En todo momento y hasta el final.
En periodismo, esa ansia de vida se vestía de vocación y empatía. La Ana Alba periodista buscaba la excelencia en todas las facetas de la profesión: formación, cultura del trabajo, tratamiento de las fuentes, respeto a las reglas escritas y no escritas de este oficio. Las crónicas de Ana eran sólidas y rigurosas, prudentes y al mismo tiempo contundentes. No había adjetivos superfluos, extravagancias para la galería, ni titulares que no fueran inatacables. Trataban de contar lo que sucedía, no pretendían ser equidistantes. Pero, además, sus textos tenían un plus de humanidad, una dosis de empatía, que los diferenciaban. Un periodista, cuando informa en zonas de conflicto como los Balcanes, Irak o los territorios palestinos ocupados, puede pensar en la versión oficial de la historia que tiene ante sí o en los protagonistas de esa historia, en muchas ocasiones dramática. La crónica no es la misma si el foco lo pones en las personas. Porque las personas tienen nombre y apellido, sueños y traumas, que no caben en los clichés y las ruedas de prensa. Sus vivencias no pueden resumirse en eufemismos y ‘talking points’, su sufrimiento a menudo anda descalzo, viste harapos y transita entre cascotes. Las crónicas de Ana solían ser, además de técnicamente excelentes, empáticas. Con alma. Centradas en las personas. Por eso sus propios compañeros reconocieron a Ana con los premios más prestigiosos de la profesión. Y, lo que es más importante, con un respeto generalizado.
Lágrimas en Jerusalén
En Jerusalén se llora el adiós de Ana como en Barcelona. Jerusalén atrapa a los periodistas, una vez se ha vivido y trabajado allí es muy difícil no regresar una y otra vez, física o mentalmente. La casbah de Hebrón. La playa de Gaza. La Muqata de Ramala. La terraza de la Cinemateca. El muro en Belén. El paseo marítimo de Tel-Aviv. El pescado en Acre. La fruta de Jericó. La solemnidad de Yad Vashem. El tumulto de la calle Saladino. Los cafés de la calle Jaffa. La terraza del YMCA. Las calles de la Ciudad Vieja. La cacofonía de campanas, rezos y cantos del atardecer del ‘shabat’ en la Vía Dolorosa.
Jerusalén es una plaza dura en la que torear, muchas presiones, mucho ruido, una narrativa oficial aplastante, demasiado cinismo, tanta frustración. Quizá por ello en las últimas dos décadas han pasado por allí algunos de los mejores periodistas que la tribu del periodismo internacional español ha sido capaz de generar. Periodistas de todo tipo y condición, que mejor y peor han (hemos) contado el conflicto por excelencia desde todos los puntos de vista posibles. Entre tantos nombres insignes, el de Ana Alba brilla por luz propia justamente por la empatía y profesionalidad de su mirada. Porque el conflicto palestino israelí, como todos, se puede contar desde los pasillos del poder, las fuentes anónimas, los comunicados oficiales y bajo el sol que más calienta. O, por el contrario, se puede contar con las botas puestas , desde pueblos que solo aparecen en mapas de papel, atravesando check points y zonas de nadie, conduciendo durante horas por colinas llenas de olivos, entrando con permiso en casas ajenas, preguntando y, sobre todo, escuchando. Los cínicos dicen eso de que no dejes que la realidad te fastidie un buen titular. Los buenos periodistas, como Ana, no pemiten que un supuesto buen titular les fastidie la posibilidad de entender la realidad. Y contarla. Se llama vocación. Y es un pasión que, en Ana, era avasalladora y arrebatadora.
Hoy, en estos momentos, hay algún periodista en Jerusalén que coge el coche, un mapa, un bloc de notas, una cámara, el pasaporte, el carnet de prensa y se dispone a hablar con la gente para contar lo que sucede. Como tantas veces hizo Ana. Como ya no podrá volver a hacer. La vamos a echar mucho de menos, también por sus crónicas.
Pero esto no pretendía ser un obituario de muerte. A los amigos nos quedan los recuerdos y, a los del oficio, la hemeroteca. No es consuelo, es tan solo un pálido reflejo.
Que la tierra te sea leve, periodista.
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