Reconocimientos

Una cómoda indignación

Hay una inmensa cantidad de colectivos cuyo trabajo diario hemos entendido ahora que es esencial pese a su precariedad en salarios

Dos sanitarias en el patio del Hospital con mascarillas para protegerse del coronavirus.

Dos sanitarias en el patio del Hospital con mascarillas para protegerse del coronavirus. / periodico

Josep Cuní

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Los aplausos de las ocho de la tarde también son globales. Como todo lo que nos pasa. La universalidad del comportamiento la hemos descubierto también en los fondos y las formas de la crisis. Una pandemia transversal que está reproduciendo las mismas reacciones por países de manera progresiva y constante. Por eso el mundo es hoy un único marcador de datos y emociones, dolor y comprensión, ciencia, cálculo, expectativas y temor. Una unidad planetaria que contrasta con la particularidad que algunos políticos pretenden imprimir a una causa que se les escapa y a un combate que les puede.

Hay sanitarios que dicen que ya basta de salir a la ventana a reconocerles. Que lo hagamos si queremos pero que ellos son profesionales que cumplen con su deber. Agradecen el reconocimiento pero no viven de él. Hace muchos años que les pagan mal por lo que saben, trabajan y el riesgo que corren. Y que sus quejas nunca condicionan su responsabilidad ni merman su vocación. Que su reciente visibilidad social obedezca a la tensión hospitalaria reciente y grave en un periodo concreto solo demuestra que la coincidencia expande conciencias. Y poco más.

Cualquier ciudadano que haya sido atendido personal o familiarmente en nuestros centros sanitarios a causa de otras afecciones y en otro momento sabe del habitual buen hacer de su personal y se felicita por la atención recibida. Pero ahora, la reacción colectiva convertida en epopeya social pretende exponer al colectivo en el escaparate de la solidaridad como si esto saldara la deuda que tenemos con ellos desde siempre.

Pasados pocos días de alarma y confinamiento y a raíz del involuntario protagonismo televisivo adquirido por Valentina Cepeda desinfectando la tribuna de oradores del Congreso, algunos se dieron cuenta de la existencia de un colectivo silente y callado sin el cual pocas cosas estarían limpias y en su lugar. Y las 'kellys' se convirtieron en destino de sonrisas y aplausos por parte de muchos que nunca antes las habían saludado al cruzarse en su camino cotidiano. Ni una mirada, ni un saludo, ni un aprecio. Se sorprendieron, acostumbradas como estaban a ser transparentes. Ahora toca la logística. Los agricultores que se esconden tras verduras y hortalizas, los ganaderos y pescadores, sus repartidores y, por supuesto, los reponedores de comercios a los que algunos confundían con una prolongación de los estantes. Pocas palabras amables, muchas explicaciones y alguna exigencia. Después, la nada. De ahí que la misma política que hoy promociona su homenaje les olvide cuando de procurarles un salario digno se trata.

Y así podríamos seguir con la inmensa cantidad de colectivos cuyo trabajo es imprescindible para hacer girar la rueda de nuestra fortuna particular. Mujeres y hombres a quienes damos por sentado que deben estar allí para que otros podamos sentirnos atendidos. Sin embargo, y aunque avalemos cualquiera de sus legítimas reivindicaciones públicas, fruncimos el ceño si su compensación pasa por ceder alguno de nuestros privilegios privados, pagar un precio justo, desembolsar una compensación lógica o cumplir con los impuestos adecuados. Es incontable el número de personas que estas semanas han dejado de percibir ingreso alguno. Trabajaban sin constar. O se prescindió de sus servicios por miedo al virus o a la economía privada. A los 'riders' que han seguido llevando pizza a domicilio les han bajado la retribución. Alguien calculó que el aumento de trabajo les compensaba. ¡Indignante!, exclamamos mientras un hilo de queso fundido se desliza por la comisura de nuestros labios. 

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