Restricciones a la actividad
Juguemos, pues
Que no nos caigan las normas encima como condenas, sino como puntos de partida a partir de los cuales salir disparados mucho más allá; aunque igual acabemos despanzurrados
Dejémonos de historias; el mundo no ha cambiado. Sigue siendo lo que era: seguiremos pagando alquileres e hipotecándonos, los señores nos seguirán explicando cosas, niños y niñas seguirán queriendo salir a la calle, la gente se seguirá muriendo en los hospitales, y curándose, los amigos seguirán queriendo quedar a tomar birras y las birras continuarán haciendo ver que buscan la manera de patrocinar los sitios donde los amigos querrán quedar, cuando en realidad se estarán patrocinando a ellas mismas.
Todo igual, pero con normas nuevas. Normas nuevas sobre conceptos viejos. Si la distancia, el aforo, la higiene y el tiempo ya eran ideas que nos venían prácticamente de serie y se nos acababan fijando en el fondo del cerebro a golpe de educación y de costumbre, ahora el virus ha hecho que pasen a primera línea del pensamiento. Ayer por la tarde, paseando al perro, me encontré con mi amigo Rober y sus hijas. Acabamos los cuatro, todos con nuestras mascarillas, realizando una especie de coreografía espontánea: el perro en medio, nosotros pivotando a su alrededor a un metro de distancia, tanto del perro como entre nosotros, mientras ellos me explicaban que acababan de salir y aún les quedaban cincuenta minutos de calle. Nos reímos mucho.
Si no fuera porque las normas nos vienen dictadas de arriba, juraría que nos encontramos inmersos en un juego oulipiano. Todo me resulta más amable, de hecho, si me lo imagino así. Qué tíos, los oulipianos, que cogen el mundo y hacen un más difícil todavía para conseguir llegar más lejos aún. Escriben utilizando el mismo idioma y el mismo lápiz; cuentan con los mismos números y deletrean con el alfabeto de siempre… pero se imponen normas que ellos mismos se acaban de inventar: repetir una palabra cada tanto, utilizar un tiempo verbal determinado o eliminar por completo la letra e, por ejemplo. Vale mucho la pena conocerlos. En casa tenemos grandes embajadores: preguntad por Pablo Martín Sánchez, Adrià Pujol o Màrius Serra en vuestra librería; ya veréis qué ganas de jugar.
Porque creo que de todo esto saldrá airoso quien sepa jugar; quien, viendo la traba, diga: “vale, vista” y se suba encima para mirar más allá. En las librerías, de aquí a unas semanas, solo podrán entrar tres personas cada vez, ¿cómo haremos para llegar a todas las que se queden fuera? Los autores no podrán venir a conversar entre ellos presencialmente, pero prácticamente todos tienen ordenadores en casa; ¿cómo hacemos para conectarlos entre ellos? La gente no podrá tocar los libros; ¿cuántas maneras más tenemos para enseñárselos bien? Yo estos días he empezado a pensar que los doscientos metros cuadrados de esta librería donde trabajo no me dejaban ver todo el campo por explorar que había fuera.
Seamos oulipianos. Juguemos a que todo esto nos lo hemos inventado nosotros. Que no nos caigan las normas encima como condenas, sino como puntos de partida a partir de los cuales salir disparados mucho más allá, hacia sitios que ni siquiera imaginábamos antes. Igual acabamos despanzurrados, claro: despanzurrarse es parte del juego también.
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