Análisis

Decisiones bien informadas

Con más frecuencia de lo que sería deseable, las personas no piensan de manera crítica sobre la fiabilidad o verosimilitud de las afirmaciones que escuchan

Ilustración de Leonard Beard

Ilustración de Leonard Beard / periodico

Mariano Marzo

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Todo el mundo hace afirmaciones no probadas o gratuitas sobre lo que es bueno o malo, o sobre lo que tendría que hacerse o deberíamos creer. Por lo general, este tipo de afirmaciones pretenden transmitir la idea de que algo es verdad o un hecho cierto, cuando en realidad resulta, como mínimo, discutible. El mundo de la política es un buen ejemplo del uso compulsivo de afirmaciones puramente propagandísticas, pero también tenemos conocidos que aseguran que las vacunas causan autismo o que un determinado tipo de dieta es saludable, e incluso dentro del mundo científico un grupo postula la bondad de cierta práctica, mientras otro replica que eso no es así.

El problema es que, con más frecuencia de lo que sería deseable, las personas no piensan de manera crítica sobre la fiabilidad o verosimilitud de las afirmaciones que escuchan (incluyendo entre estas personas a los responsables políticos que sopesan las efectuadas por los científicos). Desgraciadamente, las escuelas y otros centros educativos no hacen lo suficiente para educar a los jóvenes en el pensamiento crítico, de manera que mucha gente encuentra ardua la tarea de evaluar las evidencias a favor o en contra de cualquier afirmación y, en consecuencia, pueden tomar decisiones inadecuadas o equivocadas.

Confiar más en los amigos que en la ciencia

Hoy en día, los ciudadanos estamos sometidos a un verdadero diluvio de información y, por ello, parece poco probable que aumentar la dosis resulte útil, a menos que sepamos discernir su valor. Algo no tan evidente si, por ejemplo, tenemos en cuenta que una encuesta, realizada en el 2016 en el Reino Unido, demostró que solo alrededor de un tercio de la opinión pública confiaba en la evidencia aportada por la investigación médica, mientras cerca de los dos tercios restantes confiaba en las experiencias y opiniones de amigos y familiares.

Ciertamente, valorar la información no es tarea fácil. Lo que entendemos como prueba o evidencia de una afirmación no siempre nace de un proceso lógico y pautado. A menudo, la gente no sabe cómo discernir que afirmaciones son más fiables o verosímiles que otras. Ni qué tipo de comparaciones son necesarias para evaluar de manera imparcial diversas propuestas, o que otra información adicional debería ser considerada para poder tomar una decisión lo más informada y acertada posible. Por ejemplo, muchas personas no comprenden que dos cosas pueden estar asociadas sin que una tenga que ser necesariamente la causa de la otra, es decir, sin que exista una relación de causa-efecto. Los medios de comunicación a veces agravan el problema al utilizar un lenguaje que sugiere que tal relación está bien establecida cuando no es así (tal es el caso, por ejemplo, de titulares sensacionalistas tipo: “el café puede matarte”). Y, por el ámbito en que se producen, aún son más censurables las afirmaciones exageradas de causalidad que trufan las notas de prensa de universidades y revistas científicas.

Los estudios que efectúan comparaciones imparciales son clave, pero la gente a menudo no sabe cómo valorar la validez de una investigación. En este sentido, no cabe duda de que las revisiones bibliográficas sistemáticas, que sintetizan diversos estudios bien diseñados y que son relevantes para responder preguntas definidas de forma precisa, son más fiables que las observaciones puntuales y al azar. Esto es debido a que las revisiones sistemáticas son menos susceptibles a sesgos o distorsiones y a la intervención de errores aleatorios. Sin embargo, pese a ello, lo más común es que los resultados puntuales de algunos estudios, aislados de su contexto, sean presentados como hechos probados generalizables. De ahí los titulares opuestos que un día hablan de que “el chocolate es bueno para la salud” y la semana siguiente de que el “chocolate es malo”.

Además, no debe olvidarse que para la toma de decisiones acertadas se necesitan diversos tipos de información, entre las que, por ejemplo, sobresalen las relativas a los costes y viabilidad. Y, también deben hacerse valoraciones sobre la relevancia de la información proveniente de la investigación (en particular sobre su grado de aplicabilidad y de transferencia), así como sobre el balance entre los efectos deseables e indeseables más probables derivados de cualquier actuación o regulación.

Todo esto parece muy complicado, pero, afortunadamente, existen personas y organizaciones que están trabajando para posibilitar que la gente pueda tomar decisiones informadas. Si les interesa el tema vean, por ejemplo: www.thatsaclaim.org.