El paisaje urbano de la epidemia

El aire de las calles

Estas condiciones de confinamiento servirán, cuando pase esta pesadilla, para demostrar que es posible una ciudad mejor sin humos, sin ruido y en la que encontremos formas de intercambio y convivencia entre extraños más abiertas

Anthony Garner.

Anthony Garner. / Anthony Garner.

Maria Rubert

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La ciudad es la gente, y también las piedras y el aire... y muchas más cosas. Las condiciones de confinamiento y parada general actuales nos muestran la belleza desnuda de la ciudad, de su arquitectura, con toda su crudeza y silencio.

El aire es limpio y transparente, nunca habíamos visto hasta tan lejos. Como en Grecia o como en el Empordà después de la tramuntana, las distancias se acortan. Todo parece más cercano. Desde la terraza descubro la línea del horizonte de Barcelona por primera vez, y edificios que nunca había visto. Todo estaba empastado por la bruma espesa de los humos. La transparencia del aire hace que brillen más las fachadas y sobre todo que el verde de los árboles resplandezca y vibre de manera espléndida, en un día de sol.

Los cruces del Eixample, de 2.500 metros cuadrados, se han convertido en plazas. A pie de calle siguen como cruces negros de asfalto y panot, que brotan de vida cuando se van el humo y el ruido. Ocupados habitualmente por coches y multitud de artefactos, estos espacios tran grandes como el Mercadal de Sant Andreu, la plaza Prim de Reus o la de l'Ajuntament de Vilanova hacen, por primera vez, de espacio de convivencia entre extraños, desde el confinamiento de las ventanas. Pasan algunos coches de manera educada, y furgonetas que permiten que los confinados podamos sobrevivir y alimentarnos. Pero oímos los ruidos que brotan de las ventanas y nos saludamos. Los autobuses que garantizan con regularidad exacta el transporte de los que trabajan nos recuerdan que vivimos en una ciudad organizada y amable. Es insólito. ¿No es precisamente esto la calle de una ciudad civilizada?

Los árboles parece que hayan rebrotado con más fuerza y quizá porque los contemplamos con más parsimonia vemos cómo cambian cada día. La persistente mirada en escorzo a la que estamos obligados desde los balcones nos hace observar lo pequeños y ridículos que son los alcorques de un metro por un metro por donde se hidratan estos troncos desbaratados cuando llueve. Parecen unos diminutos platitos de café o de postre, inapropiados para un extraordinario festín verde que ha de hacer equilibrios para no caer, en un contexto de progresivo aumento de temperaturas.  

Este silencio de coches hace que se hayan multiplicado los sonidos de los animales y hemos aprendido a distinguir entre distintos pájaros. Hay más bestias y más insectos, incluso algunas que asustan un poco, como los jabalís, que se mueven más cómodamente. Pero también parece que hay más perros que hacen compañía, que ahora ladran y los podemos escuchar. Imaginamos incluso que volverán las abejas como en los años 60, cuando se nutrían de las frutas de los colmados y de los primeros parterres con ornamentaciones florales.

Imagino que en el mar los peces se reproducen y quizá volverán algas y mejillones a tapizar las rocas. En la calle Villarroel podemos abrir las ventanas por primera vez desde que el coche invadió la ciudad. Imagina que pasa lo mismo en la calle Aragó, en la Gran Via, en la calle Balmes y en la Meridiana, o en tantos otros. Los ruidos han cambiado, escuchamos a vecinos que no conocíamos.  

En los balcones y en los patios interiores también pasan cosas que nunca habíamos visto. El dintel de ventanas y galerías se transforma en lugar para tomar el sol, pero también para hacer aperitivos o gimnasia. La señora de delante parece que escriba a máquina y otra hace punto. En el terrado de los últimos pisos unos niños juegan a saltar y unos jóvenes no paran de correr; dos chicas en bikini saludan riendo. Hay menos símbolos y banderas y han aparecido fanalillos e incluso flores. Unos vecinos ponen música rock y después jazz más tranquilo, y lo agradecemos. En las casas de pisos algunos patios interiores sirven para compartir compras o para intercambiar comentarios. A las ocho todos salimos a aplaudir, cada uno a quien le parece. Yo aplaudo a una matrona jubilada que no se ha ido de vacaciones y a las enfermeras que ayudan a recuperarse a una amiga y un amigo ingresados.  

El aire limpio mejorará las condiciones para los árboles, pero también de las personas confinadas, y especialmente de aquellos que tienen problemas respiratorios crónicos. Hemos recuperado las calles en silencio, y querríamos imaginar que esto es un objetivo posible para una ciudad que recuperará la actividad y la vida en los bares y los teatros. No quiero insistir, pero estas condiciones de confinamiento servirán, cuando pase esta pesadilla, para demostrar que es posible una ciudad mejor sin humos, sin ruido y en la que encontremos formas de intercambio y convivencia entre extraños más abiertas. El autobús acaba de pasar, son las 4.25. ¿No es esto, tal como dice Richard Sennet, una ciudad?