La representación de los miedos en la ciencia ficción

De virus y otras catástrofes librescas

Lejos de ser un entretenimiento escapista, la novela distópica indaga en los males del presente

Ilustración de María Titos

Ilustración de María Titos / periodico

Olga Merino

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Un escenario surrealista, inimaginable hace apenas un mes: colas profilácticas frente al supermercado para abastecerse de lo básico, el asedio de un enemigo invisible, la coerción de las libertades —aunque por el bien común, nadie puede salir de casa a su antojo—, controles en las carreteras, relaciones por videoconferencia, la muerte deshumanizada. De puertas adentro, relojes blandos, las noticias que aturden pero no sacian, desconcentración y grietas sutilísimas abiertas en una convivencia de 24 horas bajo un mismo techo. Tampoco resulta atractivo el fin del confinamiento, la perspectiva del día después, reanudar la vida a la pata coja, puesto que algunos gurús económicos equiparan ya el batacazo con la Gran Depresión de 1929. De la noche a la mañana, en un parpadeo, cuando parece que el estado de emergencia aspira a convertirse en norma, se han conjurado ingredientes de sobra para tramar una novela (o una serie) catastrofista, de esas que presentan el futuro como un lugar poco habitable. Desde que coexistimos con máquinas, la distopía nunca ha dejado de estar en boga.

El diccionario la define como el reverso amargo de la utopía; es decir, “la representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”. El primero en usar el vocablo ‘dystopia’ en público, el 12 de marzo de 1868, fue el político y pensador inglés John Stuart Mill durante un debate en la Cámara de los Comunes, no por cuestiones literarias, raro sería, sino al abordar el problema de la propiedad de la tierra en Irlanda. El término, el malestar que acabó cristalizando en palabras, debía de estar flotando en el aire, en una sociedad que en poco tiempo había protagonizado un salto descomunal del mundo agrario a la industrialización, un proceso que transformó para siempre el paisaje colmándolo de chimeneas y telares. A Manchester se lo bautizó en la época como Cotonópolis, y a buen seguro que Herbert George Wells se pateó a fondo el East End londinense, los ‘slums’ atestados de obreros mal pagados, cubiertos de barro y hollín, antes de sentarse a escribir ‘La máquina del tiempo’ (1895), la que puede considerarse primera novela distópica. O la más célebre.

Escritores como H. G. Wells, Huxley, Orwell o Ray Bradbury se preguntaron por los horrores de su tiempo

En ella, el protagonista viaja a un futuro distante, al año 802.701, para descubrir que la raza humana ha evolucionado en dos especies: los ‘elois’, tan bellos como inútiles, cobardes y poco empáticos, en su mundo de opulencia, y los temibles ‘morlocks’, descendientes del proletariado, criaturas caníbales que se han adaptado a vivir en el subsuelo, en la oscuridad. A pesar de que se trata de un relato fantástico, fundacional de la ciencia ficción, las observaciones que el autor vuelca en él son extrapolaciones reactivas de su propio tiempo: H. G. Wells, que había leído bien a Marx y Darwin, los mezcló en el alambique para cargar con dureza contra la profunda brecha social abierta por el capitalismo a finales del XIX.

La novela futurista, como la buena novela histórica, no plantea tramas escapistas, sino que apela al presente, a los miedos que atenazan al individuo en cada momento. En la era dorada del subgénero, la que brindó las distopías clásicas, Aldous Huxley, George Orwell y Ray Bradbury subsumen los miedos de su tiempo. En ‘Un mundo feliz’ (1932) Huxley critica el consumismo exacerbado y la producción en serie, en un mundo dividido en castas donde los una droga llamada ‘soma’ aplaca los deseos de los ciudadanos. Orwell publicó ‘1984’ en 1949, en plena efervescencia del totalitarismo soviético, y puede que Bradbury, aparte de la espeluznante quema de libros del nazismo, se inspirara en la caza de brujas del senador McCarthy en EEUU al escribir algún párrafo de ‘Farenheit 451’ (1953), con sus bomberos extraños que arrojan volúmenes prohibidos (casi todos) a la hoguera.

Creíamos que el siglo XX había alcanzado la cúspide del horror. Pero el paso del tiempo y la sofisticación de la sociedad acarrean nuevos espantos que también encuentran su reflejo en la ficción especulativa, como demuestran obras más recientes. La degradación de la naturaleza: en ‘La carretera’ (Cormac McCarthy, 2006), una catástrofe ha aniquilado todo vestigio de vida en la Tierra. Los fundamentalismos religiosos, el totalitarismo y la recesión de los derechos de la mujer: ‘El cuento de la criada’ (1985) y ‘Los testamentos’ (2019), de Margaret Atwood. O los límites de la inteligencia artificial: ‘Máquinas como yo’ (2019), de Ian McEwan.

Estos son días de lectura y recogimiento. Aunque parezca un contrasentido, la ciencia ficción distópica no es un entretenimiento evasivo, sino una invitación a reflexionar en profundidad. ¿Por qué tanto ruido?, ¿por qué el vértigo? ¿Adónde íbamos con esa prisa frenética? El virus nos ha reconectado con nuestra extrema fragilidad.