Las amenazas a la democracia

El virus y el repliegue de los estados

Europa retrocede a la par que los estados tensan la cuerda para recuperar soberanía. El sueño humanista se deshace como un terrón de azúcar

Opinión Anthony Garner

Opinión Anthony Garner / periodico

Marçal Sintes

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Como el joven Fabrizio en 'La Cartuja de Parma', nos encontramos en medio de una lucha trascendental que no acabamos de entender y, sobre todo, de la que somos incapaces de extraer sentido alguno. Nuestra batalla de Waterloo no es a campo abierto, sino que combatimos desde casa y, si no, con la profilaxis que evita el roce con el exterior. Porque el enemigo nos espera fuera, invisible, acechando para adueñarse calladamente de pulmones y vidas.

Habitamos un tiempo extraño, transitamos una situación entre absurda y terrible. Una distopía que se escapó de las pantallas, de los filmes y las series. Una pesadilla angustiosa. El presente se ha volteado y el futuro ya no es como debía ser.

No quisiera emular a Nostradamus. Ni precipitarme. Por lo tanto, tome amable lector estas líneas como la expresión de temores, que, como se sabe, pertenecen a una categoría más modesta que las predicciones.

La factura de la crisis económica

Nada compensará las muertes que se suceden a chorro ante nuestras pupilas atónitas. Además, el parón de la economía, a nivel local y a nivel global, alumbrará una factura oceánica, que pagarán, en primera instancia, sobre todo los menos favorecidos y, en segunda, las próximas generaciones. Suponiendo que pueda pagarse.

Pero no inyectar todos los recursos posibles, los que tenemos y los que no tenemos, para intentar hacer que la economía remonte significa multiplicar el sufrimiento humano.

La dificultad de disponer de estos recursos ingentes la estamos palpando en Europa. Políticamente, Europa retrocede a la par que los estados tensan la cuerda para recuperar soberanía. El bello sueño humanista se va deshaciendo como un terrón de azúcar. La pandemia está acabando de carcomer el mueble desvencijado en que se ha ido convirtiendo la UE, un trasto del que muchos parecen querer deshacerse.

Lo mismo que en este pequeño reducto hasta ahora privilegiado que es Europa ocurre, adoptando diferentes formas, en todo el mundo.

Los estados quieren 'volver a ser', dar marcha atrás, rebobinar. Que cada palo aguante su vela. El covid-19 ha acelerado esta reacción, situada a medio camino entre el pánico y la nostalgia. Lo hemos visto en España, con el recurso instintivo a la centralización por decreto y la exhibición de generales con la pechera forrada de condecoraciones. Pero rebobinar, intentar volver a los viejos tiempos, es un error. La globalización hace que los estados resulten demasiado pequeños, demasiado poca cosa, incapaces de salvaguardar los derechos y los intereses de sus ciudadanos.

La globalización es una fuerza real, y avanza imparablemente en muchos campos. El de las finanzas, el comercio, la información, la cultura, la investigación -como vemos estos días-, etcétera. Pero no en el de la política, que era local y tiende hoy de nuevo a querer ser local, en una regresión suicida. Desde hace unos años, estamos contemplando cómo se deshilacha la cooperación y se degradan las instituciones internacionales de diálogo y encuentro.

La pandemia, que comenzó el día en que, supuestamente, alguien mordió la carne de un animal en un rincón de China, amenaza la democracia liberal, la cual hace tiempo que se viene debilitando. Los estados, en su huida hacia dentro, tendrán la tentación de utilizar la pandemia, como antes la amenaza yihadista, para reducir el perímetro de las libertades individuales y colectivas de la mano de la sofisticación tecnológica.

Los ciudadanos occidentales han perdido la confianza en sus gobernantes y sus instituciones. La brutal crisis económica que afrontaremos no hará más que hacer crecer el malestar, que constituirá una vitamina formidable para el modelo de líder populista y autoritario que ha emergido aquí y allá en los últimos años. A algunos quizá el coronavirus los descabalgará del poder, pero me temo que una nueva -y más numerosa- cohorte de personajes similares o peores intentará asaltar nuestras democracias.

Al mismo tiempo, el futuro de EEUU como gran potencia occidental parece haber acelerado su pronosticado declive. A la dinámica impuesta por Donald Trump -patrioterismo, desprecio por el diferente, rechazo a la cooperación internacional, proteccionismo, etcétera- se sumarán los efectos de la pandemia, unos estragos que en ese país pueden resultar de una gravedad difícil de calcular y, que además, tendrán una onda expansiva planetaria.

En China, mientras esperan que el liderazgo caiga en sus manos -en manos de la mayor dictadura del mundo-, sus cabecillas insistirán, para que se enteren todos, que su sistema es superior al nuestro. No lo dirán con estas palabras, sino con otras. Construirán una narrativa de la eficacia no solo legitimadora de un régimen despreciable, sino también colmada de orgullo.