La huella de la pandemia

La infancia del coronavirus

Los niños y niñas volverán a correr por las calles, pero es posible que, como Hansel y Gretel, hayan descubierto que ni siquiera los padres pueden protegerlos de todos los males

La infancia del coronavirus

La infancia del coronavirus / periodico

Emma Riverola

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La crisis económica nos dijo que España no iba bien, nos rompió la burbuja de la especulación inmobiliaria y nos golpeó con un futuro incierto, aún más para los jóvenes. Dejamos de sentir que, colectivamente, íbamos en línea ascendente. Se cercenó aquel consumismo loco que tanto había enraizado en nuestra cultura. También constatamos que el ascensor social no se detenía en todas las plantas. Lo pasamos mal. Como siempre, unos más que otros. También hubo quien se quedó por el camino. Acongoja recordar aquellos desahucios que acabaron en suicidios. La angustia de las persianas bajadas. Los desalentadores datos del paro. Los sueldos recortados, los despidos con una red social cada vez más fina. Sí, lo pasamos mal. Aun así…

No sentíamos la muerte acechando en las esquinas (aunque acechaba). Preferíamos creer que nuestros cuerpos eran fortalezas casi inexpugnables. Hasta que ha llegado un virus microscópico que nos ha gritado que todos somos vulnerables. Nosotros, que apenas hablábamos de la muerte, que habíamos reducido la enfermedad al ámbito particular, que habíamos borrado la herencia de miedo de los abuelos, que nos sentíamos tan y tan fuertes, tan y tan vivos. Aún es pronto para valorar si esta pandemia va a cambiar nuestro modo de relacionarnos con la enfermedad y la muerte. Reconfigurar el cerebro no es fácil. Otra cosa son los niños de hoy, los que ya suman dos semanas de confinamiento y, por ahora, tienen dos más en perspectiva. Un tiempo que, en sus pequeñas vidas, adquiere dimensiones gigantescas.

No todo está bajo control

Son pequeños, están recluidos, la mayoría se aburre y, a pesar de los esfuerzos de los padres para protegerlos de las noticias desoladoras, es fácil que llegue hasta ellos la congoja, la preocupación. Incluso es posible que puedan atisbar algunas de las imágenes terribles de la tragedia. Quizá la inquietud se borre rápido de la memoria, o quizá conforme su concepción del mundo de un modo distinto, no exactamente igual al de las generaciones inmediatamente anteriores. Estos niños, como sus abuelos o sus bisabuelos, sabrán que no todo está bajo control, que la muerte forma parte de la vida, que los virus -naturaleza, al fin y al cabo- pueden ser crueles, muy crueles. No somos inmortales, no todo está en nuestra mano, no basta con desear algo intensamente.

Pensemos en los cuentos infantiles. En los más tradicionales, en las versiones originales. Tanto los cuentos de los hermanos Grimm (a caballo del siglo XVIII y XIX) como los de Hans Christian Andersen (siglo XIX) fueron censurados en numerosas de sus ediciones. Muchos de sus relatos estaban basados en la tradición oral, que aún era más cruel. Así, la madre de Hansel y Gretel, que bajo la desesperación de una hambruna despiadada propuso abandonar a los niños en un bosque, se convirtió en madrastra gracias a la pluma de los hermanos alemanes. El lobo feroz de las versiones originales descuartizaba a la abuela y ofrecía su carne y su sangre a esa nieta que se aventuraba sola por el bosque; también la obligaba a desnudarse y acostarse con él. El final de 'La sirenita' de Andersen poco tiene que ver con la versión edulcorada de la rebelde Ariel de Disney, pues acaba convertida en espuma de mar. Eran cuentos duros porque la vida era dura. Historias edificantes con moralina que advertían de los múltiples peligros, también de la inclemencia de la naturaleza.

El tiempo, factor relevante

Es pronto para saber cuántas capas de protección ha sido capaz de atravesar el miedo que ha traído el coronavirus. Son muchos los condicionantes que pueden convertirlo en un episodio, doloroso pero transitorio, o en un trance que marque de forma perdurable a las generaciones más jóvenes. El tiempo que dure el confinamiento será un factor relevante pero, sobre todo, la situación económica que quede después de la pandemia. De los recursos y del uso que se haga de ellos se conformará un tipo u otro de sociedad. Por supuesto, la situación particular de la familia también influirá en la perspectiva de los niños. El impacto de vivir una muerte cercana será mucho más determinante.

El golpe del coronavirus será aún más devastador para la infancia en situación de pobreza. El anuncio del retorno 'online' al colegio es el anuncio de una desigualdad. ¿Cómo seguirán las clases los niños y niñas que no tengan conexión ni ordenadores en casa? No podrán hacerlo, simplemente. ¿Y los que viven en hogares hacinados? ¿Cómo podrán concentrarse? Cuando los colegios abran sus puertas de verdad, las mochilas de algunos serán especialmente pesadas.

Esta crisis sanitaria ha desatado la solidaridad, pero también el egoísmo y el odio. Está desnudando nuestras carencias en los cuidados, visibilizando la tragedia de la precariedad, ahondando en la desigualdad y elevando la vulnerabilidad de las personas hasta límites insoportables. Los niños y niñas del coronavirus volverán a correr por las calles, a jugar en los patios, a chapotear en el mar, pero es posible que, como los hermanos de la versión original de Hansel y Gretel, hayan descubierto ya que ni siquiera los padres pueden protegerlos de todos los males.