El centro del hogar

La cocina: madriguera, refugio

Más tiempo libre a la fuerza ha hecho que hombres y mujeres hayan recurrido a la memoria prestada para interpretar recetas. Celebrémoslo, ahora que hay tan pocas cosas que celebrar

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Pau Arenós

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Ha tenido que sonar la primera trompeta del apocalipsis para que la gente haya regresado a la cocina, el último espacio por reconquistar. Es el refugio. Es la madriguera. El único vínculo que muchos tenían con ese lugar –ahora, centro de operaciones– era el microondas, caja mágica en la que calentar la leche y las comidas preparadas. De la pantalla de la tele a la del microondas: el recorrido social de cada noche, probablemente de algunos mediodías. De nuevo, la llama ha sido prendida (acepta la metáfora si tienes inducción o vitrocerámica). El fuego ilumina las casas, nos vincula al pasado.

El confinamiento da pocas opciones: o ‘cocinamiento’ o nada. Más tiempo libre a la fuerza –o el que queda entre teletrabajo y el trabajo físico y emocional de la casa y la familia– ha hecho que hombres y mujeres hayan recurrido a la memoria prestada para interpretar recetas. Y tal vez –solo tal vez– dediquen un pensamiento a valorar a los que proveen la despensa: al frente del colectivo, el sector primario y, después, las vendedoras, sin olvidar a los transportistas. Arriesgan la vida para que la alcachofa –es temporada– florezca en la mesa.

Una olla de garbanzos

En esta tercera semana de confinamiento, la euforia en las redes sociales ha ido de baja. Más calma, menos aquí-ahora-hagámoslo-ya. Por un momento, Twitter parecía una olla de garbanzos (con chorizo), más que de grillos o de serpientes de cascabel, como es habitual. En pocos días, pasamos de acaparar papel de váter a harina. Se han horneado tantos pasteles que el azúcar en sangre ha subido como la bolsa en tiempos prósperos y filibusteros. Celebrémoslo, ahora que hay tan pocas cosas que celebrar. Celebremos que la cocina sea el centro del hogar, allí donde, en algún momento, del día se reúnen los que viven juntos pero apartados. No podemos tocarnos. No podemos besarnos. Pero compartimos la cazuela. Nos queremos mediante un guiso o el relámpago de una ensalada.

Lo que en casa es guarida, es intemperie en la restauración pública. Hay que entender el bar y el restaurante como plaza, lugar de encuentro y reunión. A las epidemias y las dictaduras no les agradan las multitudes. El coronavirus ha creado microrreinos o microrrepúblicas. Cada piso es una isla. Cada piso es una isla de náufragos. ¿Qué sucederá cuando todo esto termine? ‘Cuando todo esto termine’ es el título de una telenovela con demasiados capítulos. Esas redes sociales que no son el mundo pero que están en el mundo prometían una juerga infinita cuando pudiéramos tomar las calles, volver a las calles. De momento, los balcones y las ventanas son nuestros, pero hemos perdido las calles.

Cada semana escribo la crónica de un restaurante, obviamente interrumpida. ¿Cómo será el regreso a la mesa colectiva? Lento, prudente, cabal. ¿Comeremos separados los unos de los otros? ¿Servilleta, guantes y mascarilla (¡qué incómodo ir levantando esa tapa censora!)? ¿Cuántos negocios sobrevivirán? ¿Cuántos dueños de bares y restaurantes han ahorrado lo suficiente? ¡Y esos alquileres, esos alquileres criminales! Durante meses, el turismo (sobre todo, el internacional: y eso en ciudades como Barcelona, ¡miau!) habrá desaparecido y, a su vez, nosotros habremos desaparecido como turistas en otros destinos. Por tanto, el cliente será el vecino. Hay que pensar en el vecino. Hay que cocinar para el vecino. Hay que comprender la economía del vecino. Hoy más que nunca, talento, ingenio, complicidad, proximidad (no solo en los ingredientes), realismo. La cocina realista, sí, lo que no significa exenta de fantasía. Que se aparte la cocina plasta. Que se aparten los plastas.

Estos días he hablado con algunos chefs de renombre. La proyección de futuro es demoledora. Dan por perdido el 2020 y atisban la recuperación el primer trimestre del 2021. Algunos dicen que cerrará hasta el 50% de los restaurantes de alta cocina. No lo sé. Mi bola de cristal se rompió con el último traslado. No solo estamos ante un descalabro económico (que lo estamos: una calamidad), sino ante la devastación del estado de ánimo. Sobre el dinero, poco que decir: si no lo hay, no lo hay. Sobre el estado de ánimo, mucho que escribir. Es la lucha por la alegría, y esta no es una frase naïf, sino de supervivencia. Estamos de duelo global. Pero esto terminará y entonces sí que seremos responsables de la actitud, del estilo con el que afrontaremos el futuro. Salir, sí; salir de nuevo, sí; llenar los restaurantes, sí, cada uno en la medida de sus posibilidades.

De momento, estamos en casa. En la cocina de casa, ese sitio que era desconocido y donde encontramos el calor.