Optimismo ante un futuro incierto

Sentirse rica en la adversidad

Yo prefiero conocer la realidad a fantasear con ella. Porque la realidad me devuelve más de lo que me quita

Anthony garner

Anthony garner / ANTHONY GARNER

Ángeles González-Sinde

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Mi madre dice que estos días se acuerda mucho de mi padre que estuvo 70 días en celda de castigo allá por los años sesenta como preso político en el penal de Jaén. Cuenta que le permitían salir al patio una sola hora al día en completa soledad entre muros de cemento, y que mi padre se ponía al sol en pleno julio sin que le importara el calor sofocante. Añade que cuando terminó el aislamiento y volvió a su galería, otro preso le preparó unos ajos fritos, no tenía otra cosa con que darle la bienvenida, que a mi padre le parecieron el manjar mas exquisito que había probado jamás. No tenía ni treinta años mi padre por esa época. Un hombre joven encerrado.

No sé si 48 años antes su abuela Luisa había estado aislada. Corría el año de 1920, dos años antes se había desatado la pandemia de la mal llamada gripe española que aún tardaría seis meses más en extinguirse. Luisa tenía 28 años y cuatro hijos, la menor de apenas un año. Vivía entonces la familia en Palencia, aunque ella fuera natural de Zaragoza. Su marido, Gregorio Sinde, trabajaba para la casa Ventura del Olmo, un almacén al por mayor de quincalla, paquetería, mercería y géneros de punto con especialidad en alpargatas y zapatillas. Era agente comercial o, como se denominaba entonces, viajante. No pasaban escasez, pues era competente en su trabajo, pero el virus no distingue entre los pobres y los bien situados y anidó en Luisa. Falleció la víspera de Reyes de 1920. Ignoro cuáles eran las medidas de prevención entonces, si sus cuatro niños y su marido pasarían cuarentena, pero imagino la diferencia entre aquel deceso y algunos de los que he tenido noticia. Mi amigo ha perdido a su padre en apenas unos días. Con la sensación irreal de no haber podido verlo, de tener que vestirse de astronautas para acercarse a la planta, y sobre todo, de no poder abrazar a su madre ni a sus hermanos para darse el afecto que tanto necesitan por la estricta prohibición de los médicos. Contagiados o no, acaban de perder a un padre y todo lo que tienen es una bolsa sellada con sus pertenencias, contaminadas, así se lo han advertido en el hospital. En una semana les enviarán a casa un frasco con sus cenizas. Se aferran al consuelo de que el día anterior a su muerte cumplía años y le pudieron enviar al móvil un video con felicitaciones. Las enfermeras y auxiliares se encargaron de cantarle el cumpleaños feliz.

Todo esto se lo cuento a los que tienen talante para escucharlo. Ante otros callo, pues aumenta su angustia. Para ellos, repaso las recomendaciones del departamento de psicología de la Universidad de Berkley, seis preguntas para hacerse cada mañana: ¿Qué debo agradecer hoy? ¿De quién voy a estar pendiente o con quién voy a conectar? ¿A qué expectativas de día normal voy a renunciar? ¿Cómo va a ser mi forma de tomar el aire, la luz exterior? ¿Cómo haré ejercicio? ¿Cómo voy a crear belleza, participar de ella o cultivarla?

Por supuesto, estos propósitos son un lujo para muchos, pues presuponen que quien se las hace no tiene carencias como una situación económica precaria o un presente difícil de sobrellevar por cualquier circunstancia material objetiva. Y esta es la clave para mí, la palabra 'objetiva' frente a la palabra 'imaginaria'. Hay unas dificultades tangibles y concretas y otras especulativas, fruto de nuestro estado de ánimo y nuestra actividad mental. Susan Sontag lo explicaba muy bien en su ensayo 'La enfermedad y sus metáforas': "Basta ver una enfermedad cualquiera como un misterio y temerla intensamente, para que se vuelva moralmente, si no literalmente, contagiosa".

Sé que el optimismo no está al alcance de todos y que hay quien necesita apagar la tele, la radio, no mirar los mensajes para aguantar el día. En cambio, yo prefiero conocer la realidad a fantasear con ella.  Porque la realidad me devuelve más de lo que me quita. Me devuelve el relato de un enfermero en el hospital improvisado de Ifema que cada día se embute en el traje de seguridad con la ayuda de dos personas: cuatro guantes, calzas, boina, casco, dos mascarillas y mucha cinta americana para sellar las aberturas. Una sauna portátil durante todo el turno y al acabar, la ducha de agua con lejía, que no refresca mucho. Pero aún tiene sensibilidad para observar lo más sorprendente: que los pacientes están contentos. Se sienten afortunados y agradecidos de estar en una cama y no en un pasillo de urgencias. Como yo también me siento afortunada y mucho más rica que hace tres semanas, aunque el futuro sea incierto.