ANÁLISIS

Del europeísmo naíf a la traición de Europa

A diferencia del 2011, esta vez el jarabe de ricino tiene un potencial destructivo para la UE

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen.

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. / periodico

JOAN CAÑETE BAYLE

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Antonio Ozores salía en la tele, acababa el chiste con la coletilla de «por fin somos europeos» y España entera se partía. Amedrentada por décadas de dictadura, España entró en las instituciones europeas con enorme ilusión. Había buenas razones para ello. La CEE, después la UE, era modernidad, garantía de democracia y estabilidad frente a las  pulsiones atávicas, y una inyección económica a través de los fondos de cohesión sin la que no se entiende la prosperidad del país. 

España, pues, siempre fue europeísta hasta la médula, por doquier se difundía un discurso europeísta naif que abrazaba de forma acrítica cualquier forma de integración (daba igual hacia dónde ni cómo) y desdeñaba con incomprensión y hostilidad cualquier forma de euroescepticismo. ¿Dónde se va a estar mejor que en los soñados Estados Unidos de Europa? Mientras en otros lugares del continente la UE se veía como un club de intereses y una forma de evitar los belicosos errores del pasado, en España se solía ver como una autopista al progreso, de la mano (o al menos al rebufo) de los países más potentes.

Jarabe de austeridad

La crisis de deuda y el duro jarabe de austeridad no rompió el hechizo del europeísmo naíf, aunque sí introdujo una duda razonable en ámbitos de la izquierda que fueron despachados como populistas. A pesar del dolor de las recetas, el discurso dominante en España (político, empresarial, intelectual y mediático) acató, aceptó e incluso jaleó como la única solución posible la ortodoxia de los hombres de negro que venían del norte, algo que quedó plasmado en la reforma exprés de la Constitución el último verano de Zapatero.  O la UE, entendida como esa ortodoxia liderada por Alemania, o Grecia. Esa era la disyuntiva. Y nadie quería ser tratado como Grecia, una desgracia económica pero también intelectual.

En el libro 'Comportarse como adultos: Mi batalla contra el establishment europeo' de Yanis Varoufakis (adaptado después al cine por Costa-Gavras) puede encontrarse, a veces entre líneas, en ocasiones  de forma brutalmente explícita, la psicología profunda de la brecha entre los países del norte que dominan la ortodoxia comunitaria y los del sur, ese abismo que hoy sufren España e Italia a cuenta de los llamados coronabonos. Es una lucha ideológica, sí. También de intereses, y de poder. Pero también es un pulso alimentado por insultantes prejuicios hacia los irresponsables PIGS.

Hoy, buena parte del discurso dominante (y popular) parece en gran medida haber abrazado a Varoufakis. La receta del 2011 resulta incomprensible adaptada a la actual crisis. Las circunstancias y los detalles son diferentes, pero ante una situación binaria (ante la crisis del coronavirus, o remas con todos o no lo haces) la actitud de los países del norte se percibe como una traición a España, al ideal europeísta. Para paliar esa impresión, de poco servirá que Christine Lagarde se disfrace de Mario Drahgi. Si lo hace.

Cambio de piezas

Tras cada gran crisis, hay un cambio de piezas político y social. La del 2008 marca el auge de  la ultraderecha y la derecha iliberal y nacionalista. Si nadie en Bruselas hace recapacitar a holandeses y alemanes, el virus arrasará con el europeísmo naíf español y puede que con el proyecto europeo. Italia hace tiempo que rumia su relación con la UE. En España, el pendulazo puede ser tremendo. No es lo mismo concluir que la UE no sirve para tus intereses que sentir que te han traicionado y abandonado en la hora de máxima necesidad. No es lo mismo Varoufakis, que Farage. O Salvini y Le Pen.