La batalla dialéctica

El virus estaba allí

Estos días de encierro y observación sirven también para ponerle la lupa a las cosas que nos cuentan las voces oficiales. Nos sobra tiempo para percatarnos de cuanta cháchara se gasta

Quim Torra entrevistado en la BBC por el coronavirus

Quim Torra entrevistado en la BBC por el coronavirus

Josep Cuní

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Nadie aguanta su propio pasado. Ni siquiera el reciente. El vigor y la intensidad de la actualidad lo ponen de manifiesto a diario. La reacción inmediata, el fragor de la batalla dialéctica, el ímpetu de la respuesta visceral, la celeridad y la frivolidad con la que opinamos sobre cualquier cosa evidencian la fragilidad de nuestras sentencias. Basta recuperarlas poco después en un nuevo contexto para darnos cuenta de que la información es dinámica y su evolución no suele certificar lo que decimos que dijimos. 

La crisis provocada por el coronavirus lo expone de manera descarnada. Cruel, por la trascendencia del momento. Sobre todo en aquellos que, liándose la manta en la cabeza, se lanzan al ruedo de los reproches ajenos sin tener en cuenta los errores propios. Recordemos la cancelación del Mobile, qué se dijo, qué se negó y qué se especuló. Un mes después, aquel virus entonces minimizado nos ha bajado del pedestal y envuelto en la cautela.   

Todo pasa y todo queda

A eso se refería Pedro Sánchez cuando al inicio de su comparecencia ante el hemiciclo vacío del Congreso citó el «sesgo retrospectivo». Una desviación del proceso del pensamiento que conduce a una distorsión interesada del recuerdo. Así, cuando la actualidad insiste en algo sobre lo que ya habíamos opinado, esta figura nos delata el empeño en hacer creer que dijimos lo que nos gustaría haber dicho. Pero no. Y ahí están las malditas hemerotecas, los peligrosos archivos y las terribles cuentas digitales para demostrarlo. Todo pasa y todo queda. Aunque sea en la nube. 

Si unos abusan de un tono entre patriótico y futbolísitico, otros quieren dar a entender que se han desprendido de la bandera

Estos días de encierro y observación sirven también para ponerle la lupa a las cosas que nos cuentan las voces oficiales. Nos sobra tiempo para percatarnos de cuanta cháchara se gasta para hablar mucho y decir poco. O nada. O lo contrario. Por eso es absurdo que para prevenir la mayoría de las críticas comprensibles y legítimas de una parte de la ciudadanía por la gestión de la pandemia y el considerable retraso con el que empezaron a tomar decisiones y aplicar medidas contundentes, algunos políticos se hayan obstinado en reclamar medidas que ellos mismos o sus asesores científicos descartaron hace un mes. O menos. Y si unos siguen abusando de un lenguaje entre épico y deportivo envuelto en un tono entre patriótico y futbolístico, otros quieren hacer creer que se han desprendido de la bandera de su causa como si su mensaje no fuera el del mismo estandarte tuneado de interés entre emocional y alarmante con sesgo electoral. 

Que la situación es gravísima, no hay duda. Tampoco la hay sobre las contradicciones de sus propuestas y exigencias, sus declaraciones y sus decisiones. Y especialmente entre su tono y su semblante. Sus caras son los espejos de sus almas. Poemas. Basta observarles negando fronteras mientras las imponen o exigiendo medidas mientras las restringen. Andan perdidos y superados y lo saben pero les puede más saltar a la caza de un titular, un concepto, una frase para la historia, que una sincera declaración de humildad. Es el precio de depender de asesores de márketing político. Agradecerles la buena voluntad y concederles el beneficio de sus mejores intenciones no supone eximirles de sus obligaciones tan intensas hoy como diluidas hasta hace diez días. Diez. 

Agarrados como están al lenguaje bélico, persiguen emular a Churchill y su histórica advertencia de que a los británicos se les avecinaban «sangre, sudor, esfuerzo  y lágrimas».

Es lo que tenemos por delante. Por las cifras, las curvas, las advertencias. Y, sobre todo, por las preguntas concretas sin respuestas precisas.