Gatos y adolescentes confinados

Vidas de interior

En nuestro confinamiento se abren otros pequeños confinamientos, que tienen que ver con las necesidades de cada ser vivo que conforma este pequeño hábitat

Ilustración de María Titos para el artículo de Care Santos

Ilustración de María Titos para el artículo de Care Santos / MARÍA TITOS

Care Santos

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Mis gatos están muy extrañados. Nos miran raro. Se preguntan qué nos pasa, a qué se debe nuestro extraño comportamiento de estos días. Ellos tienen larga experiencia en esto del confinamiento: viven confinados desde que los adoptamos, hace seis años. De vez en cuando salen a la terraza, a ver mundo. Interaccionan con él: observan a los vecinos y a sus perros ladradores, desean a los pájaros que se les escapan, como burlándose de ellos. Mis gatos jamás pisan la calle ni se van por los tejados. Sus vidas son de interior, lo cual les preserva de enfermedades, peligros y suciedad, pero también les hace más temerosos de lo que hay allí afuera. Así que estos días, nuestros gatos nos entienden, tal vez por primera vez en sus felinas vidas.

En mi casa hay cuatro gatos y tres adolescentes. No sé por qué razón, los adolescentes nos han salido caseros. Estos días me estoy dando cuenta de que gatos y adolescentes se parecen mucho en sus comportamientos. Todos ellos se recluyen en sus espacios. Van en busca de otros cuando necesitan atención o mimos, y los reclaman ruidosamente. A veces te arañan mientras los acaricias con amor. O te bufan sin que entiendas qué demonios les pasa ahora. Sus emociones son, a menudo, inescrutables. Por lo menos cuando tú deseas escrutarlas. Otro punto en común: adolescentes y gatos se acercan a ti cuando quieren ellos, no cuando quieres tú. Hay que saberlo.

También comparten actitudes excéntricas: echan a correr por la escalera sin previo aviso, se quedan ensimismados mirando algo invisible, parecen entrar en extraños trances (de risa, los humanos; de ronroneos, los felinos). No es raro que de pronto se muestren esquivos, como si toda presencia les molestara o no necesitaran a nadie. Por fortuna, entre ellos se llevan bien. Se buscan y se comprenden mutuamente. Forman una especie de grupo de resistencia frente a todo y, en especial, frente a nosotros, los adultos de la casa.

Sus cuartos, sus reinos

En nuestro confinamiento se abren otros pequeños confinamientos, que tienen que ver con las necesidades de cada ser vivo que conforma este pequeño hábitat. Mis adolescentes reclaman ahora su espacio más que nunca. Se encierran en sus cuartos —sus reinos— y se dedican a sus cosas, ya sea estudiar, jugar, ver películas… Hemos establecido horarios y unas mínimas normas, pero cuando más felices parecen es cuando se las saltan. Se han convertido en defensores de su sitio: cuando entro en sus cuartos no acabo de sentirme en mi casa. Ellos me permiten estar allí, si es por poco tiempo, pero me miran raro. Percibo que están deseando que me vaya.

Mis gatos hacen lo mismo. Es suyo, porque así lo han querido, el estrecho pasillo que separa el sofá del ventanal. Allí se tumban panza arriba varias horas al día, para tomar el sol. No quieren que nadie les moleste cuando están en ese quehacer, aunque a veces toleran que les rasques la tripa. Según va avanzando el día, colonizan el sofá, mi sillón de leer y el reposapiés. Les sienta fatal tener que compartir con nosotros las mantas, que —como todo lo que acabo de decir— forman parte de su territorio. No les gusta que ahora las reclamemos con más frecuencia, ni que hayamos empezado a ver la temporada uno de 'Breaking Bad', ni que programemos clases de zumba familiar en el salón, ni que no cumplamos los horarios a los que tan acostumbrados estaban. Por ejemplo, por las mañanas nos esperan ansiosos, enfurruñados, en la cocina, para recordarnos que vamos con retraso, que deberíamos estar levantados hace por lo menos una hora y media, como ocurre desde que su mundo es su mundo durante los meses del calendario escolar.

Para compensarnos, nuestros felinos son benévolos con nuestros ataques de pereza. No acaban de entender que intentemos combatirla, que nos empeñemos en establecer horarios y turnos para todo, que demos lecciones a los adolescentes de cómo pasar la aspiradora. Mucho menos que nuestros tres minutos de euforia al día coincidan con el momento en que sacamos la basura ni que de pronto algo que nadie quería hacer se convierta en la disputada aventura diaria.

Mis gatos están extrañados y a ratos, molestos con todo lo que pasa, porque detestan que nada les cambie sus rutinas. Aunque creo que en el fondo, si pudieran hablar para reconocerlo, dirían que disfrutan de nuestra presencia. También yo disfruto de la de mis tres adolescentes, que a pesar de lo dicho son adorables. He resuelto sacarle algún provecho a esta terrible situación. Un tiempo extra para disfrutar y conocer a mis hijos. Porque, a la edad que tienen, lo mismo cuando todo esto termine echan a volar como esos pájaros que parecen reírse de mis gatos, y no vuelven. Lo mismo cuando todo esto termine podemos lograr que recuerden estos días raros como algo extraño, atípico, agradable y espero que irrepetible que compartieron con esos pesados de sus padres.