La prevención de la pandemia

Medidas de salud pública contra las epidemias

Por mucho que nos molesten las restricciones a las que nos vemos sujetos, las pruebas científicas parecen indicar que su elevada eficiencia en la reducción de la mortalidad hace que merezcan la pena

Ilustración de Anthony Garner

Ilustración de Anthony Garner / periodico

Judit Vall

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La preocupación por la pandemia de la covid-19 es indiscutible tanto en el ámbito mundial como en el estatal y el local. El tema ha monopolizado las noticias públicas y las conversaciones privadas hasta el punto de que, a juzgar por lo que veo a mi alrededor, nos es imposible dejar de pensar ni un momento en el coronavirus, que adquiere un papel preponderante en todas las decisiones de nuestros planes a corto y medio plazo.

El Gobierno español ha decretado el estado de alarma, aprobado en el Consejo de Ministros del 14 de marzo, y ha anunciado un nuevo paquete de medidas de confinamiento para controlar el contagio del virus. Estas medidas han generado opiniones diversas, ya que suponen introducir muchas restricciones en nuestra vida cotidiana. Por esa razón, hoy quiero centrarme en un estudio reciente que evalúa la aplicación de medidas similares en pandemias anteriores.

La epidemia de gripe de 1918

El estudio se publicó en la revista de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos ―que está entre las publicaciones más prestigiosas en temas de salud pública― y se centra en uno de los episodios más graves de la epidemia de gripe de 1918. Se calcula que, durante aquella crisis de salud pública, murieron entre 50 y 100 millones de personas en todo el mundo. Aunque el episodio se produjo hace más de cien años, la situación al principio de la epidemia es parecida a los episodios actuales de covid-19, ya que no disponemos de medicación efectiva contra el virus, no existe vacuna que proteja de la infección y es enorme la preocupación por garantizar la sostenibilidad del sistema sanitario público y evitar que se colapse. Por tanto, creo que las conclusiones del estudio pueden ser útiles para evaluar ciertas decisiones sobre políticas públicas que se han tomado y algunas más que se están valorando en la actual crisis.

Los autores evalúan el efecto que sobre la mortalidad semanal máxima tiene la aplicación de medidas de contención de la epidemia que no están relacionadas con el tratamiento médico de la enfermedad; para ello, se fijan en 19 medidas de contención aplicadas en 17 ciudades de Estados Unidos. Algunos ejemplos de esas medidas nos resultan muy familiares: cierre de escuelas, prohibición de reunión y manifestación pública, cierre de centros religiosos, teatros, salas de baile y negocios utilizados por un grupo grande de la comunidad, cuarentena obligada en el hogar para los casos diagnosticados y acciones de aislamiento social, entre otras.

Los resultados del estudio muestran que hay dos variables particularmente importantes: el número de medidas de contención aplicadas y el momento en el que se aplican en relación con la tasa de contagio. Así, en las ciudades que introducen más medidas de contención y que las aplican en etapas tempranas de la epidemia, la mortalidad máxima se reduce considerablemente y, en consecuencia, se aplana la famosa curva de contagio de la enfermedad. Si cuantificamos los efectos, vemos que las ciudades que aplicaron tres o menos medidas de contención al principio de la epidemia experimentaron una mortalidad semanal máxima de 146 muertes por cada 100.000 habitantes, mientras que, en las ciudades que introdujeron cuatro o más medidas de contención, la mortalidad semanal máxima fue de 65 muertes por cada 100 000 habitantes.

Escuelas, lugares de culto y teatros

Igual de relevante resulta saber cuáles fueron las medidas más eficientes. En lo alto de la lista de intervenciones con buenos resultados está el cierre de escuelas, lugares de culto y teatros. Esta acción siempre se aplicó de manera simultánea en los tres ámbitos, por lo que resulta imposible discriminar la eficiencia de actuar en cada uno de ellos por separado. La mortalidad se redujo de 127 muertes por 100.000 habitantes, en ciudades que no aplicaron nunca dichos cierres (o lo hicieron muy tarde) a 65 fallecidos por 100.000 habitantes en las urbes que introdujeron las medidas al principio de la epidemia. Aunque en menor proporción, la prohibición de reunión y manifestación públicas también resultó efectiva en la reducción de la mortalidad semanal máxima. En cambio, la investigación no encontró pruebas de que otras intervenciones, como la clausura de las pistas de baile o la prohibición de celebrar funerales públicos, tuvieran efecto en la reducción de la mortalidad.

En conclusión, por mucho que nos molesten las restrictivas medidas a las que nos vemos sujetos, las pruebas científicas parecen indicar que su elevada eficiencia en la reducción de la mortalidad hace que merezcan la pena.