Las consecuencias del coronavirus

El cuento chino de la oportunidad

Es hora de apretar los dientes. Estamos ante dos desastres: uno de salud pública y otro económico

Pacientes con mascarillas ante el riesgo de coronavirus en las urgencias del Hospital Clínic de Barcelona

Pacientes con mascarillas ante el riesgo de coronavirus en las urgencias del Hospital Clínic de Barcelona / periodico

Josep Martí Blanch

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Hay que prometer poco y bien. Si se quebranta este principio se aterriza de morros en los incumplimientos que nadie, a excepción de los cínicos, soporta con agrado. En plena tormenta económica, y después de aguantarlos con paciencia durante cuatro años, prometí en el 2012 que llegaría a las manos con quien pronunciara delante de mí la frase “en chino, la palabra 'crisis' no existe, ellos la llaman 'oportunidad'”.  Incumplí la promesa, por supuesto. Primero, porque era tan solo una 'boutade'. Y segundo, porque de no hacerlo me hubiese pasado el día repartiendo y recibiendo tortazos.

Así que no voy a renovar los votos de saltar encima de nadie ahora que empiezan a multiplicarse los adalides que ven en el coronavirus una oportunidad. Pero contradecirles, eso sí. Miren, no estamos ante ninguna oportunidad. Estamos ante dos desastres. Uno de salud pública y otro económico.

Cada mesías de la oportunidad aporta sus argumentos para convencernos de los beneficios futuros de lo que nos está pasando. Para unos, lo importante es que vamos a descubrir las virtudes del teletrabajo. Para otros, que por fin aprenderemos que tenemos que relocalizar la industria que fabrica productos básicos. Otros, más esotéricos, afirman en un ejercicio de optimismo sin límite que cuando esto se acabe habremos cambiado la manera que tenemos de estar en el mundo. Será posible gracias a la lección de humildad que nos habrá propinado la madre naturaleza. Una lección que, por supuesto, habremos aprendido. Seremos más responsables, viajaremos menos y recuperaremos el gusto por las pequeñas cosas.

El cuento de la lechera

Todo ello nos permitirá firmar por fin el armisticio definitivo con el planeta y ser más felices y comer, hasta el hartazgo, perdices. Propongo un final para este cuento de la lechera: los ayuntamientos aprueban mociones para bautizar en señal de agradecimiento plazas y calles como Covid-19 y el plenario de la ONU da el visto bueno a señalar en el calendario el Día Internacional del Coronavirus. Colorín, colorado.

La crisis económica que se alargó desde el 2008 hasta el 2014 ni nos hizo mejores ni nos permitió aprender gran cosa. Bueno, alguna sí. Ahora los bancos están más vigilados y los organismos de supervisión se toman las cosas menos a la ligera. Pero en general, las consecuencias verdaderamente importantes de todo aquello fueron que nos tornamos más pobres, vulnerables y miedosos. Y ninguna de estas cosas hace del mundo un lugar mejor. Todo lo contrario, como ha podido verse en el último quinquenio.

En las próximas semanas y meses, salvo un milagro que no esperamos, va a caer la productividad, descenderá el consumo y van a perderse muchos puestos de trabajo. Las medidas de los gobiernos para controlar, dentro de lo posible, el avance del virus provocarán una parte de estas consecuencias y el miedo de la población y de los inversores hará el resto. Este es el escenario que se nos viene encima. ¿Cenizo? No hay optimismo más sólido que el que nace del realismo.

Es hora de apretar los dientes. De seguir a pies juntillas las recomendaciones de las autoridades sanitarias y confiar en ellas. De sacar de la dieta informativa todo lo que no venga avalado por la voz de un experto y de dejar trabajar a los gobiernos en la implementación de las medidas sanitarias que estos consideren. Sin rechistar y sin intentar sacar ventaja.

Que dure poco

Y en el plano económico, a las medidas de <strong>inyección de liquidez</strong> y relajación del déficit anunciadas por la UE, y al paquete de iniciativas que el Ejecutivo español ha puesto encima de la mesa, se les debe exigir dos cosas: que sean solo las primeras de muchas más y que sean efectivas de verdad, no tan solo titulares.

Hay quien sueña en un mundo sin aviones, sin cruceros, sin turismo, sin fábricas y en el que todos consumimos productos de proximidad al tiempo que disfrutamos de tiempo libre a manos llenas porque hemos hecho realidad una nueva manera de trabajar para la humanidad entera. Hay quien incluso lo cree posible. Para estos, efectivamente, el coronavirus es una oportunidad. Entre ellos, muchos son gente que puede llenar el cesto con productos ecológicos que cuestan más dinero, que tienen bula para viajar porque para ellos sí resulta imprescindible hacerlo -se llaman a sí mismos viajeros, no turistas- y, como desarrollan su trabajo delante de un ordenador, han llegado a la conclusión de que los turnos y la presencia física en el puesto de trabajo es tan solo una rémora prescindible del pasado.

Otros nos conformamos con menos. Que dure poco, que enferme cuanta menos gente mejor y que el daño económico sea también el menor posible. Porque una crisis, tengan los chinos palabra o no para referirse a ella, es una crisis. Y no trae nada bueno. Eso sí lo aprendimos del 2008 al 2014.