El temor ante el coronavirus

Pasión y razón: la muerte en Venecia

Tenemos la osadía de dominar nuestro planeta y seguir destruyéndolo al mismo tiempo. Pero de repente la peste moderna, la de las enfermedades infecciosas, nos deja desnudos ante nuestro destino

Dick Bogarde (en el papel de Gustav von Aschenbach) y Björn Andresen (Tadzio), en la película 'Muerte en Venecia', de Visconti.

Dick Bogarde (en el papel de Gustav von Aschenbach) y Björn Andresen (Tadzio), en la película 'Muerte en Venecia', de Visconti. / periodico

María Tena

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Estamos a principios del siglo XX. Gustav von Aschenbach sale de su casa de Múnich para dar un largo paseo. Acaba perdiéndose cerca de un cementerio. Allí ve a un hombre que, después de mirarle a los ojos, provocador, no tarda en desaparecer. Solo eso basta para encender su deseo de viajar al sur, su hambre de emociones.

Así empieza 'Muerte en Venecia', de Thomas Mann. Gustav llega al Hotel des Bains de Venecia y se enamora de Tadzio, el joven aristócrata polaco que le obsesionará hasta el final de la novela. ¿Quién no ha tenido aún la dicha de leer este libro o de ver la película de Visconti? La historia tiene un carácter simbólico: no han hecho su aparición las guerras mundiales, pero por momentos parece que se adivinan. Como si el horror de la enfermedad que está a punto de desencadenarse anunciara los de la guerra.

Thomas Mann confronta la belleza de Venecia con el desorden y el miedo que va a traer la epidemia de cólera. Y sin embargo hay en la novela un equilibrio, en palabras de Luis Landero un contrapunto a “la desavenencia irreductible entre el mundo de la razón y el de los sentimientos”.

Sensación de miedo

Una historia que se renueva en ese <strong>coronavirus</strong> que ha llegado sin avisar, como en la edad de las tinieblas, y que nos produce el miedo de lo que no sabemos entender. Controlamos la velocidad, la economía, la información, el amor y la atracción erótica. Tenemos la osadía de dominar nuestro planeta y seguir destruyéndolo al mismo tiempo. Pero de repente la peste moderna, la de las enfermedades infecciosas, nos deja desnudos ante nuestro destino. Lo que no está en nuestra mano cambiar nos produce un miedo irrefrenable. Todo el progreso se pone de rodillas ante un adulto que no se ha lavado bien las manos... Qué sinsentido. Todo se nos escapa en un momento.

La estética de la novela, su profundidad, y no digamos la hermosura de la película de Visconti, nos recuerdan que vivimos en un mundo fracturado entre la belleza y el miedo, en el que, no sabemos por qué, seguiremos siempre siendo culpables. Esa mancha sigue en nuestro subconsciente: las enfermedades hacen que nos sintamos culpables, como si fueran un castigo de un dios intolerante. Y pienso en el sida y en el sufrimiento moral de los primeros enfermos.

Pero la vida carece de explicación: un día somos dueños de nosotros mismos y al siguiente lo hemos perdido todo. Quizá cuando se publicó la novela, en 1912, Thomas Mann no sospechaba que el siglo XX iba a traer tanta destrucción. Pero la historia sigue, y aún tenemos miedo. Un miedo difuso y dudoso, porque no estamos seguros de que se nos esté informando de todo. Y no queremos fiarnos de que los médicos no mientan, de que estén ahí solo para ayudarnos.

Pero volvamos a Aschenbach. Se acaba de enterar de que el joven Tadzio vuelve a su país. Baja a la playa y le ve jugar: “Allí estaba el contemplador, sentado, como esa primera vez en que, devuelta desde aquel umbral, la mirada gris crepuscular se cruzara con la suya”. Ya no le volverá a ver. Su muerte en la playa es también la muerte de una época.