Al contrataque

El problema de la moda

Con las filigranas que hacían las amas de casa para ahorrar en la posguerra se podrían redactar libros enteros de 'zero waste'

Jornada de rebajas de invierno en el centro de Barcelona en el 2017.

Jornada de rebajas de invierno en el centro de Barcelona en el 2017. / periodico

Najat El Hachmi

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Carme Martí nació en Sant Quirze de Besora en 1872 y 18 años después ya publicaba y patentaba su propio sistema de patronaje destinado a proporcionar los conocimientos necesarios para que las modistas y las mujeres que quisieran hacerse la ropa pudieran coserla a medida de cada cuerpo. Desde el presente puede no parecer demasiado feminista esto de la costura, pero deben ser millones las mujeres que a lo largo del siglo XX pudieron ir a la moda con ropa hecha con sus propias manos. Y muchas a quienes el sistema les permitió ganarse la vida.

Filigranas para ahorrar

Hasta que no llegó la 'fast fashion', la mayoría de compradores podían distinguir los distintos tipos de tejidos, el patronaje o la calidad. En general nadie tenía tantas piezas como tenemos ahora, y suponemos que el panorama era más aburrido y uniforme, pero todo duraba más. Así que vestirse era infinitamente más sostenible que ahora. Mi suegra, que vivió la posguerra, me cuenta que contribuyó a la economía familiar cosiendo la ropa de sus hijos. Que la modista le hacía el patrón y ella montaba las piezas con su Singer de pedal, y cuando crecían un poco iba ensanchando o alargando las piezas. Con el poco margen que se deja ahora es imposible aprovechar de este modo la ropa. También me contaba que cuando los abrigos de lana se desgastaban, los descosía y los volvía a coser del revés y así parecían nuevos. Con las filigranas que hacían las amas de casa para ahorrar en aquella época se podrían redactar libros enteros de 'zero waste'.

Para muchas mujeres profesionales que venían de clases sociales bajas que no se podían permitir la visita a la modista ni tenían el tiempo ni las ganas de pasarse el día cosiendo, las grandes cadenas supusieron una auténtica liberación. Lo vivieron como parte de su proceso de emancipación personal, pero no se dieron cuenta de la trampa: que era un sistema que se fue pervirtiendo para producir cada vez más, primero explotando a las modistas españolas, luego rebajando la calidad de la ropa hasta límites inusitados y, finalmente, externalizando la confección.

Con unos ciclos cada vez más cortos, colecciones nuevas todas las <strong>semanas</strong>, unas condiciones de trabajo en origen que poco distan de la esclavitud, la ropa de la mujer occidental y el gusto por irla cambiando a cada momento está empobreciendo poblaciones enteras en otros continentes y aumentando exponencialmente los niveles de contaminación.

Pero la solución no parece fácil: no queremos volver a casa a cosernos la ropa aunque supiéramos hacerlo, ni tenemos el poder adquisitivo necesario para que nos la haga una modista (lo cual resulta difícil porque las independientes ya casi no existen) y las marcas que empiezan a trabajar de una forma ecológica también resultan excesivamente caras para la mayoría de bolsillos. De nuevo, hablamos de un problema político, y como tal necesita una respuesta colectiva