Efectos políticos del covid-19

Alarma y miedo: paraíso populista

Los ultras aprovechan el desconcierto que genera el coronavirus para promulgar sus recetas de siempre: cerrar fronteras, desconfiar del vecino y sembrar dudas sobre nuestras instituciones

Viajeros procedentes de Italia protegidos con mascarillas a su llegada al aeropuerto de Manises (València), el 25 de febrero del 2020

Viajeros procedentes de Italia protegidos con mascarillas a su llegada al aeropuerto de Manises (València), el 25 de febrero del 2020 / periodico

Carlos Carnicero Urabayen

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Los estados de alarma propician el mejor de los escenarios para los populistas. Cuando nos adentramos en lo desconocido, perdemos el control. Tomamos decisiones aceleradas y poco reflexivas. Somos proclives a los atajos antes de saber bien si el camino de salvación es fiable o esconde en realidad un salto al vacío.

En la desesperación hacen negocio los golfos. Algunos vendedores de gel desinfectante y mascarillas no han dudado en disparar estos días el precio de sus productos. Los populistas hacen negocio político: aprovechan el desconcierto generado por el coronavirus para promulgar sus recetas de siempre: cerrar fronteras, desconfiar del vecino y sembrar dudas sobre la capacidad de nuestras instituciones para hacer frente a una amenaza, en este caso, sanitaria.

Recuerdo la resaca del 11-S. Aquello sí fue una verdadera tragedia, probablemente el más cruel atentado terrorista de la historia. El miedo arrugó comprensiblemente el corazón y las mentes de muchos norteamericanos y Bush Jr. no dudó en propulsar su agenda neoconservadora en aquel clima favorable. Sadam Husein no tenía armas de destrucción masiva, ni participó en los ataques a las Torres Gemelas, pero en la batidora populista cabe casi todo, incluso la invasión de Irak.

Los italianos están hartos de sufrir todo tipo de catástrofes. Terremotos, inundaciones, la caída del macropuente en Génova en el 2018 – sacudida por las dudas sobre la gestión pública de las infraestructuras – sitúan ahora al coronavirus como una gota más de una lluvia de calamidades que no cesan.

Sobre el papel, la amenaza no parece tan grave. El índice de mortalidad del covid-19 es similar al de una gripe cualquiera. Pero su novedad, la inexistencia de vacunas, su naturaleza global y expansiva –exacerbada por una psicosis mediática en una era acelerada en la que parecemos vivir en contante agitación– constituyen un escenario ideal para los ultras.

Salvini ha pedido el cierre de la frontera. Marine Le Pen también quiere suspender Schengen, un espacio de libertad que ha sobrevivido en los últimos años a la recesión, los ataques terroristas y la crisis migratoria. Algunos países del centro y este de Europa estudian medidas similares. Deberían recordar que la “infectada” Italia no es precisamente vecina de China.

La gestión del virus se ha convertido en un nuevo test de estrés para la Unión Europea. Hay mucho en juego. No solo la salud de los europeos, sino también su tembloroso bolsillo. La parálisis en la cadena de suministro china, las caídas en las bolsas y el golpe al corazón industrial italiano –tercera economía de Europa- traerán consecuencias para una zona euro que crece de forma raquítica (1,2% en el 2019).

La capacidad de coordinación europea debería ser la gran ventaja para afrontar amenazas que no conocen fronteras. Tan contraproducente es alarmar injustificadamente como menospreciar la amenaza real del virus. Ambos escenarios fortalecen a los Salvinis de Europa.