Al contrataque

Pequeña impunidad sin importancia

Yo lo escuché todo con una sonrisa congelada acordándome de repente de 'Kill Bill', sin comprender que el público se riera a carcajada limpia de unos chistes que se mofaban de la discriminación racial o machista

Dos activistas protestando contra la homofobia.

Dos activistas protestando contra la homofobia. / periodico

Najat El Hachmi

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Éramos seis en la mesa redonda, más el moderador. Los organizadores del festival nos habían dicho que teníamos 10 minutos cada uno. Este tiempo, lo sabemos, no se cumple casi nunca, así que dábamos por hecho que acabaríamos hablando 15, a lo mejor 20 minutos. En todo caso, contábamos con las pautas que nos iría marcando la persona encargada del diálogo para que la verborrea de unos no pisoteara a los demás con total impunidad. En lugar de esto nos encontramos con unas intervenciones larguísimas: una pasó de los 40 minutos, la siguiente de 30.

Y es que eran tan interesantes esos señores, tan graciosos, tenían tantas cosas que decir que cómo se les iba a pasar por la cabeza por un solo instante que tenían que contenerse para dejar paso al resto. No, sus ocurrencias inteligentísimas hacían reír al numeroso público y no estaban dispuestos a renunciar a sus minutos de gloria, aunque fuera a costa del de al lado. Para más inri una de las intervenciones estuvo plagada de chistes rancios, machistas, racistas, homófobos y tránsfobos. Yo lo escuché todo con una sonrisa congelada acordándome de repente de 'Kill Bill', sin comprender que el público no solo no se indignara ante el despatarre verbal de esos hombres inflados como pavos reales sino que se riera a carcajada limpia de unos chistes que se mofaban de la discriminación racial o machista.

Y una llega a una edad en la que le cuesta tragarse según qué cosas. No pude contenerme y expresé públicamente mi indignación ante el comportamiento de esos hombres que habían hecho un uso abusivo de sus privilegios. No dije nada del otro mundo: solo que habían sido unos maleducados y no habían mostrado respeto alguno hacia las personas con quienes compartieron esas dos horas. Libertad de expresión total, había anunciado el moderador al empezar, pero parece ser que en esto no estaba incluida la libertad de señalar los mecanismos de menosprecio hacia los demás. Ellos mismos se había arrogado ese derecho: disponer de todo el espacio, ocupar sin reservas todo el que les dio la gana. Y la audiencia avaló su comportamiento con aplausos y carcajadas.

Por mi insolencia, por haber usado aquella libertad de expresión, me pasé los siguientes dos días convertida en una paria social. Los miembros de la organización no solo no se disculparon por lo ocurrido sino que me retiraron hasta las más mínimas muestras de cordialidad. Desviaban la mirada al encontrarse conmigo y de repente reviví situaciones muy antiguas. En el pueblo, en la familia, en el barrio: cuando alzabas la voz contra la discriminación y te acusaban de crear conflictos, de ser problemática. Cállate, nena, cállate y trágatelo todo. Mientras tanto los despatarrados de piernas, voz, poder y privilegios seguirán impunes gracias a nuestro silencio cómplice.