La hoguera
Impedir la eutanasia es cruel
Si quieren llamarlo asesinato, al menos tendrán que admitir que es el único caso en que el asesinado muere en defensa propia
Juan Soto Ivars
Escritor y periodista
Juan Soto Ivars
Imagine que tuviera usted muy mala suerte en la vida: le han capturado unos tíos malísimos y se ve obligado a elegir. Su primera opción es que un torturador chino entrenado en el arte milenario de provocar padecimientos le trabaje el cuerpo semanas o meses con agujas muy finas, hasta matarlo. La segunda, una muerte rápida e indolora. ¿Alguien en su sano juicio elegiría la tortura? Pues sustituya ahora al mandarín imaginario por una enfermedad irreversible, y obtendrá un debate parlamentario delirante en el que los diputados toman la decisión por usted y le mandan a la mazmorra.
La gente que se opone a la <strong>eutanasia </strong>tiene un discurrir curioso, por decirlo suavemente. Hablan como si los fueran a matar a ellos a la fuerza, o a sus mamaítas queridas. El otro día, en el Congreso, hubo hasta un diputado que señaló a Echenique gritando que era repugnante que precisamente él defendiera esto. En su cabeza, 'eutanasia' significa matar paralíticos a la fuerza. Sospecho que la confusión entre eugenesia y eutanasia se debe a una carencia intelectual más grave que la formación en griego clásico.
La eutanasia es más sencilla de lo que hacen que parezca: si quieren llamarlo asesinato, al menos tendrán que admitir que es el único caso en que el asesinado muere en defensa propia. Sin legalizarla, uno acaba tomando la decisión por las malas, como demuestran casos célebres como el de <strong>Ramón Sampedro</strong>. Es inhumano obligar a la gente dolorida a implicar a sus seres queridos en un crimen. Si un individuo sabe que todo lo que le queda por delante es empeoramiento, la posibilidad de quitarse de enmedio sin dolor y sin peligro tendría que ser tan natural como la de tener un hijo.
Puedo conceder, incluso, que el aborto sea más difícil para un creyente. Al fin y al cabo, el embrión ni pincha ni corta cuando la madre decide abortar. Aunque yo estoy a favor de que la madre decida, no se me escapa que quienes están en contra guardan en la manga un argumento de peso: si tu premisa es que un embrión es una persona, puedes inferir que ostenta el germen de una voluntad, y al interrumpir su vida te la estarías saltando. Pero esto no sirve para la eutanasia.
Nadie sabe qué querrá cuando el cuerpo lo ponga en el brete, pero mientras la cosa sea ilegal nadie va a poder tomar esta decisión, y es desasosegante. A los que tememos más el sufrimiento estéril que la muerte, la eutanasia nos daría un horizonte de esperanza y tranquilidad. Para un ateo, saber que la agonía podrá ser breve si así lo decide es el equivalente a creer en el reino de los cielos.
Si en España se pudiera solicitar a un médico que te ayudase a morir, quizá mi abuelo Juan no habría tenido que pasar esas semanas espeluznantes que, por humanidad, le ahorramos a los perros. Si hubiera podido señalar su cuerpo destrozado como quien echa un último vistazo a un abrigo que no da más de sí, todos esos días de martirio que se interponían entre él y su descanso se habrían esfumado. No es tan difícil de entender. Solo pedimos que nos dejen decidirlo por nosotros mismos.
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