DESDE MADRID

La solución del pacto fiscal

Mariano Rajoy y Artur Mas, en la Moncloa, en julio del 2012

Mariano Rajoy y Artur Mas, en la Moncloa, en julio del 2012 / periodico

José Antonio Zarzalejos

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La ortodoxia narrativa sobre el comienzo del proceso soberanista exige remitirse a la sentencia del Constitucional del 2010 que anuló 14 artículos del Estatuto y aplicó varias “interpretaciones conformes” al texto autonómico.  Sin embargo, admitiendo que en aquella resolución se contenía una enorme tracción para impulsar los acontecimientos posteriores, hay que fijar en el 20 de septiembre del 2012 el verdadero inicio de la crisis en la relación entre las instituciones catalanas y las del Estado. Aquel día, tras una multitudinaria Diada, Artur Mas, a la sazón presidente de la Generalitat, se entrevistó en la Moncloa con Mariano Rajoy y le pidió, entre otras reclamaciones, un pacto fiscal que fue rechazado por el jefe del Gobierno sin ofertar alternativa a la negativa. El convergente fue recibido en Barcelona en un ambiente de indignación y a los pocos días, el 27 de ese mismo mes, el Parlament de Catalunya aprobó la resolución 742/IX sobre “la orientación política general del Gobierno de la Generalitat” (18 páginas) que sentó las bases del “procés”.

En círculos cualitativos de reflexión madrileños, políticos e intelectuales, y tras el examen desde hace mucho tiempo de las encuestas sobre las medidas de solución paliativa  a la situación entre la Generalitat separatista y el Estado, se considera que la clave de bóveda de un satisfactorio autogobierno catalán está donde estaba en el 2012: en un pacto fiscal, emparentado con el Concierto vasco y el Convenio navarro que dote de “soberanía” a la hacienda catalana, fortalezca sus finanzas y agudice, aún más, las relación bilateral con la Administración General. Para Carles Castro, que ha publicado un interesante ensayo editado por ED Libros ('Cómo derrotar al independentismo en las urnas') el “tercer eje (de solución), también a la luz de las preferencias que muestran los sondeos a un lado y a otro del Ebro, bascularía sobre un nuevo sistema de financiación para Catalunya. Evidentemente el significado de este concepto (…) no es el mismo para todos los que lo defienden (…). Lo ideal, por su impacto conceptual, sería un concierto económico, cuya denominación podría ser similar a la del vasco, aunque con parámetros mucho más solidarios a tenor del mayor peso de Catalunya en el conjunto del Estado”.

La mecha del proceso soberanista, en su inicio, fue un quiebro de CiU a la impotencia ante la crisis económica que azotó el país de una manera especial. La ciudadanía catalana observaba insuficiencias públicas (sanidad, infraestructuras, equipamientos urbanos, educación) que se atribuían a la gestión de los gobiernos convergentes que estuvieron antes 23 años en el poder y a los recortes que imponía la crisis. Y fue Mas, tras la traumática experiencia de tener que acceder al Parlament en helicóptero en junio del 2011, el que decidió, después de la negativa al pacto fiscal, emprender una aventura política que albergaba dos objetivos: desviar el malestar social hacia el trato económico y político del Estado a Catalunya –y hacer olvidar, entre otras cosas, la corrupción convergente- y promover un proceso (el soberanista) de tensión para favorecer una negociación que terminó yéndosele de las manos. Ocurre, sin embargo, que, como el pasado siempre regresa, la muy pronta extinción de la inhabilitación del expresidente (el 23 de febrero) y la necesidad de encontrar un territorio común para superar el enfrentamiento, reitera la necesidad de reexaminar las posibilidades de que las finanzas públicas catalanas se articulen mediante un pacto con el Estado.

Una auscultación de las aspiraciones catalanas –que van más allá del independentismo- delata que existe una consideración minimalista de la autonomía en tanto en cuanto –a diferencia de la vasca o la navarra- carece de músculo financiero o padece de insuficiencia crónica. Esta percepción de abandono, de estrechez, se ha ido incrementando con el mal entendido auge de Madrid  y un decaimiento de Barcelona, capital en la que ha prendido como nunca antes el secesionismo, más táctico y menos convencido que en otras ciudades y comarcas catalanas, pero efectivo. Existe en la capital de Catalunya un pesimismo ambiental –más ahora con una suspensión de MWC que requeriría de más explicaciones y, sobre todo, que lo fueran convincentes- que remite a una gran desazón por la limitación de recursos financieros públicos.

El Gobierno ha manifestado reiteradamente que en la mesa de diálogo se “hablará de todo”. En Madrid se escuchan con mayor frecuencia en las últimas semanas que la indagación sobre un pacto fiscal Generalitat-Estado podría ser la base de una acuerdo que no desmantelase ni la legalidad constitucional ni la estatutaria y que concitase –por la novedad de la oferta de financiación- un consenso que ahora no recaban otras soluciones intermedias o de compromiso. El caso vasco es observado escrutadoramente. Tras el azote de la banda terrorista ETA –que produjo un efecto llamada en la conciencia independentista del nacionalismo- tanto el barómetro del Gobierno vasco como otros sondeos sitúan la aspiración separatista de los ciudadanos de Euskadi muy por debajo del 20% pese al dominio electoral de dos fuerzas políticas (PNV y EH Bildu) en las que la independencia es un objetivo de máximos pero diferida temporalmente y sin fecha de planteamiento. Y una de las razones de este 'status quo' vasco es, precisamente, que el autogobierno se autentifica mediante la eficacia de una gestión bien financiada.

No se trata, como pueden pensar los inquisidores, de “comprar” la voluntad catalana secesionista, sino de articular fórmulas de intersección. Y el pacto fiscal es una de ella, nada fácil, con algunos problemas de implementación jurídica y muchos más económico-financieros, pero que hay que abordar conciliando varios principios y, entre ellos, el de solidaridad interterritorial. Ya se pensando en plantearlo en la mesa intergubernamental.