Opinión | EDITORIAL

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Una agricultura invertebrada

El aumento del SMI ha abierto la caja de los truenos, pero la intensidad del malestar y su extensión territorial revelan la complejidad del problema

Manifestación de agricultores y ganaderos en Santander, el lunes 3 de febrero

Manifestación de agricultores y ganaderos en Santander, el lunes 3 de febrero / periodico

El 35% de los trabajadores agrícolas en España cobran el salario mínimo interprofesional (SMI). Una ola de protestas ha sacudido estas últimas semanas el campo español. Los pequeños propietarios agrícolas aseguran que no podrán asumir la última subida de 50 euros del SMI que ha planteado el Gobierno. La derecha lo ha aprovechado inmediatamente para desacreditar la medida impulsada por Pedro Sánchez. Pero el siguiente paso en el debate ya no gustó tanto a los más simplistas: los pequeños propietarios dijeron que no tendrían inconveniente en elevar el salario de los jornaleros si las grandes cadenas de distribución les mejoraran las condiciones de compra. La demagogia ha sido inmediata: el Gobierno ataca a los grandes supermercados.

Finalmente, el ministro de Agricultura, Luis Planas, ha planteado una de las cuestiones de fondo: la cadena de valor del sector agrícola. No es el único elemento del malestar actual, pero está en el epicentro. Las grandes cadenas de distribución y de ventas llegan a tener situaciones monopolísticas en algunos productos y los productores, cuanto más pequeños son, menos capacidad tienen de negociación. Con lo cual, efectivamente, el aumento del SMI ha abierto la caja de los truenos. Pero la intensidad del malestar y su extensión territorial merecen contemplar la complejidad del problema, que no debemos desligarlo, por ejemplo, de la despoblación de determinados territorios y de la parálisis del proyecto europeo durante la crisis de la pasada década.

La fijación de precios, una tentación fácil

La tentación fácil es exigir la intervención pública en la fijación de precios. Por la vía venezolana, propia de las autarquías, o a través de sistemas más sofisticados como los que durante décadas practicó la UE a través de la Política Agraria Común (PAC) retirando del mercado los excedentes de leche y otros productos para garantizar unos precios razonables para los agricultores. Cuando las neveras holandesas estuvieron a rebosar de mantequilla, se constató lo absurdo de esta política, especialmente cuando no tiene un carácter contracícilico sino recurrente. Se abandonaron esas prácticas, pero no hubo alternativas de igual consistencia. La mejora de las exportaciones gracias al fomento del libre comercio tuvo un comportamiento positivo hasta la ola de neoproteccionismo de Donald Trump, que tiene tanta o más incidencia en el malestar actual como la que pueda tener el aumento del SMI. La ministra de Asuntos Exteriores, Arancha González Laya, experta en esta cuestiones, ya lo ha puesto en la agenda bilateral. Y el alto comisionado de la UE, Josep Borrell, debería hacer lo mismo.

Lo bueno de la antigua PAC es que abordaba la cuestión nuclear: la agricultura es un sector económico, pero también es un elemento decisivo para la cohesión social y territorial. Ello no significa que deba ser un sector intervenido o nacionalizado, pero sí regulado y acompañado desde la inversión pública. Fenómenos como Teruel Existe son indicadores del abandono que sienten muchos territorios porque la demoscopia no les favorece. El mercado empuja las personas a las grandes ciudades pero la vertebración de un país, de un Estado y de una nación exige medidas correctivas y razonables.