La herida social del 'procés'

El 'brexit' y los otros catalanes

Como en el Reino Unido, en Catalunya se han generado rupturas traumáticas. Por ello, hay que regresar al pasado y reemprender la muy dura tarea de recoser el país

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Josep Oliver Alonso

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En determinadas circunstancias la historia se acelera. Las revoluciones que han plagado la historia de los últimos siglos así lo atestiguan: en cualquiera de las que pudiéramos seleccionar aparecería, como una constante casi cosmológica, una inesperada y brusca erupción de choques sociales aparentemente inexistentes. El 'brexit' no es una excepción a esta caracterización, aunque es un proceso que, por estar ya finalizado, permite ilustrar acerca de algunas de las consecuencias que podrían generarse, o se han generado ya, en la Catalunya del 'procés'.

La desazonadora sensación de una Gran Bretaña partida en dos emerge por doquier por poco que uno esté atento a su prensa: amigos que dejan de hablarse, encuentros que se desconvocan, brotes racistas, amenazas a políticos, divisiones entre patriotas y traidores, ... Dadas las trincheras cavadas, nadie sabe qué les espera y cómo podrán, si es posible, desactivarse los conflictos aparecidos, sean entre ciudades y el mundo rural, entre el norte/centro y el sur o entre Escocia/Irlanda e Inglaterra. Porque el 'brexit' no es el final. Solo es el principio de un futuro que, a diferencia de la utopía de soberanía que se pretendía, se anticipa distópico.

Aquí, los acontecimientos vividos han tenido algunas consecuencias similares. Conocen mi preocupación por sus potenciales efectos económicos: en el corto plazo, sobre la actividad y el empleo; en el medio, sobre la confianza y la inversión; y, en el largo, sobre una Catalunya fuera del euro y de la protección que brinda el BCE y el MEDE (Mecanismo Europeo de Estabilidad). Pero hoy, de la mano del 'brexit', se impone tratar otro aspecto, sustancialmente más relevante, el de la profunda herida social generada: una creciente fosa construida sobre el mito de que los catalanes han decidido ser independientes. Un mito que, como todos, tendrá consecuencias imprevistas e indeseables: inevitablemente, excluye de la catalanidad a todo aquel que no lo comparta. Ello está generando rupturas traumáticas que, más allá de las anécdotas, han terminado con sueños que parecían convertirnos en un país mejor. De entre ellos, el final de aquella visión tan querida de una Catalunya tierra de integración.

Espíritu mestizo

Desde la Transición, ese objetivo formaba parte de un deseo ampliamente compartido por derecha e izquierda: dar nacimiento a un nuevo país, libre de ataduras del pasado y de fracturas futuras. Un consenso que, traducido en la inmersión lingüística, pretendía evitar la división entre trabajadores manuales, inmigrantes mayoritariamente castellano-hablantes y clases medias y ejecutivas de lengua catalana. Fue de lo mejor que, como país, ha dado a luz Catalunya, pero su espíritu meritocrático y mestizo, del que la presidencia de Montilla fue su expresión más palmaria, ha recibido un severo golpe.

La responsabilidad en este estropicio es compartida. De los gobiernos del Estado, y aunque hoy tenemos una renacida esperanza, jamás se ha podido esperar gran cosa: su incomprensión de la sociedad catalana denota pura ignorancia, simple malicia o deshonesto cálculo electoral. Y esta ha sido también la posición de gran parte de la clase política y los medios madrileños. Desde Barcelona, la emergencia de colectividades enfrentadas refleja la exclusión de la catalanidad de los no partidarios de la independencia, sean o no nacidos aquí.

Recoser el país

No es que no hubieran existido señales de esa división. Las habían mostrado 40 años de elecciones, con marcadas diferencias según fueran para el Parlament o las Cortes. También emergían más sutilmente en ese tono de superioridad moral que expresaba, y expresa, parte de la narrativa catalana sobre todo lo español. Y en la necesidad de preservar, por encima de todo, la catalanidad heredada: en el discurso independentista, integrar la inmigración equivale a asimilación. Con ello se ha querido olvidar que aceptarla conlleva mestizaje y, con él, la aparición de identidades diferentes a las preexistentes, sean las de los catalanes de origen como los de adopción. En todo caso, de aquellos polvos estos lodos: ni la integración era tan profunda, ni tan duraderas sus consecuencias.

¿Dónde quedó aquella sociedad mestiza, más justa y más progresiva? ¿Dónde los vientos que traían consigo Paco Candel y tantos otros? En esa confrontación, todos hemos perdido. Por ello, hay que regresar al pasado y reemprender la muy dura tarea de recoser el país: los radicalmente independentistas deberán ser capaces de dialogar y pactar un nuevo futuro con los fervientemente españolistas. ¿Política ficción? Quizá. Pero no hay más cera que la que arde.