El profesor Steiner

Este erudito admirable brillaba con luz propia, pues no creía que aburrir a los alumnos fuese condición 'sine qua non' para dar clase

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Ramón de España

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La muerte de George Steiner me ha hecho volver a las dos semanas que pasé en Cambridge a mediados de los noventa por cortesía del British Council, que tenía la bonita costumbre de invitar cada año a una serie de escritores extranjeros para que se desasnaran en uno de los templos mundiales de la cultura universitaria. Me acuerdo de él porque su clase magistral fue de las pocas charlas amenas que recuerdo: a cambio de los quince días de gorra, había que tragarse unos rollos monumentales, entre los que se llevó la palma el de Antonia Byatt, quien nos puso al corriente de su árbol genealógico sin que nadie se lo hubiese pedido. En fin, no todo podían ser agradables estancias en el pub con el grupo de brasileños delirantes liderado por Eric Nepomuceno: se suponía que habíamos ido a Cambridge a instruirnos, no a bogar en góndola por el río como si fuésemos Charles Ryder, Sebastian Flyte y el oso de peluche Aloysius.

Entre tanta tabarra, el señor Steiner brillaba con luz propia, pues no creía que aburrir a los alumnos fuese condición 'sine qua non' para dar clase. Este erudito admirable tenía la costumbre norteamericana -que tanto bien le habría hecho a la señora Byatt- de hablar a la pata la llana sin descuidar el rigor, colando algún comentario humorístico de vez en cuando con fines jocosos. Antes de una excursión a Stratford Upon Avon para ver un Macbeth más bien ridículo -caras de cierto bochorno entre el profesorado, llamado a representar a lo mejor de Inglaterra-, Steiner nos habló de cómo eran las representaciones teatrales en la época de Shakespeare. Lo que se me quedó grabado fue que, en aquellos lejanos tiempos, una función teatral podía representarse en la misma plaza donde, unos días después, tendría lugar una ejecución. ¡Y que el público era el mismo! Me pareció una interesante muestra de fatalismo intelectual que desconocía hasta el momento y que descubrí gracias a Steiner.

Pese a ser un intelectual de referencia y un erudito admirable, el profesor actuaba con una sencillez, una simpatía y una amenidad que demostraban claramente que no se le había subido a la cabeza su excelencia. Su charla fue lo mejor que me pasó durante aquellas dos semanas en Cambridge, dejando aparte, claro está, las visitas al pub con los brasileños, que eran de traca. Descanse en paz.