ANÁLISIS

George Steiner, la luz empapada de lluvia

Fallecido este lunes, el reconocido filósofo y crítico se enfrentó a los nihilistas culturales y mantuvo su resistente humanismo hasta el final

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Domingo Ródenas de Moya

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Evocaba George Steiner en su autobiografía 'Errata' cómo en su niñez en el Tirol austríaco la lluvia empapaba la luz y cómo un librito de escudos heráldicos le produjo la revelación horrorizada y exultante de la inmensidad de un mundo por conocer. El luminoso afán de saber y la húmeda melancolía que acompaña al pensamiento han sido constantes en su quehacer intelectual hasta su muerte este pasado lunes

Todo en su nacimiento marcó su destino: su familia judía germanófona, el París crisol de modernidades, el muy literario 23 de abril (de Shakespeare y Cervantes) y hasta el año, 1929, el del primer 'crack' de un sistema insostenible. Vivió en tres idiomas propios, alemán, francés e inglés, e hizo del estudio comparado de los clásicos eternos una casa llena de presencias reales para siempre.

Se enfrentó a los nihilistas culturales y mantuvo su resistente humanismo en sus últimos años

Su prestigio rebasó el circuito cerrado de los especialistas porque él mismo rompió con el inmovilismo y con los corsés universitarios (y por eso tuvo una relación problemática con la ciudadela académica). La originalidad de su mirada y la elegancia de su escritura daban a cualquiera de sus libros un aire desafiante que parecía rebajar el valor, por contraste, de la obra de otros esforzados estudiosos. Tras varios años en Estados Unidos, un libro sobre Tolstoi y Dostoievski y otro sobre la tragedia, siendo ya profesor en Cambridge, demostró una anonadante versatilidad: aceptó en 1966 sustituir a Edmund Wilson como crítico del 'New Yorker' y, al año siguiente, publicó una profunda reflexión sobre los límites que el Holocausto y el mundo posbélico imponían a la capacidad de hacer arte con la palabra ('Lenguaje y silencio'). Vinieron luego libros a la vez audaces y brillantes, como 'En el castillo de Barba Azul' (1971), donde replicaba al pesimismo cultural y desesperanzado, o como 'Después de Babel' (1975), con el que inauguró los estudios sobre la traducción (luego saqueado, como él mismo denunció).

Omnívora curiosidad

Steiner fue beligerante a favor de una cultura férreamente humanista, de poderosa vibración moral, atravesada por los miedos y aspiraciones que hacen dichosas o desdichadas a las personas. Y eso lo distanció de quienes defendían enfoques más político-reivindicativos o de quienes reclamaban abatir los cánones heredados y las jerarquías estéticas. No distinguió esferas creativas ni épocas en su omnívora curiosidad, desde el teatro a la música, desde la narrativa a la pintura o la filosofía (suyo es una muy leída introducción a Heidegger de 1978), desde Homero a Kafka y a Beethoven. 

En 1989 se enfrentó a los nihilistas culturales con un ensayo polémico, 'Presencias reales', donde relacionaba la experiencia estética con la necesidad humana de trascendencia. Mantuvo su resistente humanismo en sus últimos años, ahora veteado de nostalgia y a veces de amarga ironía ante un mundo que había acelerado su mudanza y lo había apeado sin su permiso.  De ese proceso de desgajamiento dejó Steiner una crónica inolvidable, 'Errata', la lección final del último humanista, y en ella la luz sigue empapada por la lluvia.