Judicialización de la política

El proceso como arma de guerra

Hace tiempo que los jueces no hubieran debido prestarse a participar en la lucha política convirtiéndose en ariete. Si no se acostumbran a rechazar las querellas mediáticas infundadas, se producirá un fatal desprestigio de la justicia

Ilustración de Monra

Ilustración de Monra / periodico

Jordi Nieva-Fenoll

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Hace pocos días nos advirtió el periodista Guillem Martínez de que se avecina una guerra al más alto nivel entre poderes del Estado, particularmente entre el poder ejecutivo -el Gobierno- y el poder judicial. No faltan indicios de ello, muy recientes. Si mal no recuerdo, uno destacado fue el primer debate de investidura en el que algunos políticos amenazaron con querellas.

Tales invectivas son frecuentes en algunos programas de televisión que satisfacen no sé muy bien qué instintos del público teatralizando una bronca tras otra, bronca que, por cierto, suele ser ficticia, como tantas discusiones si uno se preocupa de descender al fondo de la cuestión. Hace tiempo que particularmente el Congreso de los Diputados ha adoptado usos de los platós de televisión, estando varios líderes más pendientes de su gestualidad y de las formas escénicas -no tanto de las políticas- que de resolver los problemas de los ciudadanos debatiendo cuestiones de interés general para finalmente, en muchos casos, elaborar leyes. Esa es la labor del poder legislativo, y no el seguimiento de guiones de guiñol, con mamporros -por ahora verbales- incluidos.

Por ahora, cabe abandonar toda esperanza en la recuperación de un clima generalizado de diálogo que permita debates parlamentarios de la altura intelectual que se le debiera suponer a un diputado, incluso con independencia de su formación académica, que la historia demuestra que no es siempre imprescindible en esos menesteres. Sin embargo, me preocupa que se confunda al proceso judicial con un garrote con el que agredir; políticamente o incluso más allá.

Falta de argumentos

Habría que recordar que el proceso judicial es un medio de resolución pacífica de conflictos. Es decir, es un instrumento de paz para poner una solución definitiva a las controversias, y no para favorecer que se generen nuevos conflictos que tiendan a no resolverse nunca. Y mucho menos que sirvan para zaherir a rivales políticos, ante la eventual -y asombrosa- falta de argumentos técnicos de la oposición para combatir las leyes que apruebe el Parlamento o las decisiones del Gobierno.

Hace ya bastante tiempo que los jueces no hubieran debido prestarse a participar en la lucha política convirtiéndose en arietes. Las leyes disponen suficientes medios para inadmitir una querella cuando los hechos referidos en la misma no son constitutivos de delito o son manifiestamente falsos. A veces ya lo han hecho así, pero me temo que en el futuro esa actitud deberá ser más frecuente si va creciendo exponencialmente la conducta querulante de algunas fuerzas políticas. Salvo que algunos jueces quieran colapsarse de querellas por casos que no van a ninguna parte, pero que provocan una tremenda crispación política, no van a tener otro remedio que rechazar de plano esas querellas infundadas.

Lo indicado va a afectar particularmente a las salas correspondientes del Tribunal Supremo y de los tribunales superiores de justicia, porque son las competentes para conocer de los delitos que se imputen a diputados, senadores y miembros del Gobierno, al estar aforados. Pero algunos casos llegarán también al conglomerado de tribunales de la llamada Audiencia Nacional -estructura de origen franquista que incomprensiblemente aún existe- y al resto de tribunales. También el Tribunal Constitucional puede verse afectado por los recursos de inconstitucionalidad contra las leyes que aprueben las Cortes.

Próximamente veremos si todos esos tribunales se apuntan al bombardeo -disculpen la expresión- de esta particular guerra, o con la prudencia que les debe caracterizar no se dejan utilizar por los políticos y se acostumbran a rechazar las querellas mediáticas. Si no lo hacen, en ese juego acabarán entrando todos los partidos, y más antes que después se producirá un fatal desprestigio de la justicia que la dejará fuera de juego al menos por una generación. Puede sufrir también la judicatura en esta estúpida guerra. Al tiempo. Ya ha ocurrido antes, aún a menor escala, y está sucediendo en otros países.

Tampoco quedará al margen el Tribunal Constitucional. Todo irá bien si cumple su misión y se limita a evaluar jurídicamente la constitucionalidad de las leyes. Todo irá mal si pretende orientar ideológicamente la labor del poder legislativo y, llegado el caso, del Gobierno. Porque su misión no es la de ejercer de atalaya de esencias ideologizadas, sino que debe respetar la labor política de los poderes del Estado sin interferir en la misma, preservando la norma constitucional.