El plan de Trump para Israel

Islas palestinas en un mar israelí

En la Palestina histórica rige un sistema en el que los derechos dependen de la pertenencia étnica

Netanyahu y Trump tras presentar el plan de paz.

Netanyahu y Trump tras presentar el plan de paz. / periodico

Itxaso Domínguez

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En numerosas ocasiones a lo largo del último siglo se ha decidido el futuro de la Palestina histórica en despachos en que ningún palestino estaba presente. El plan de Donald Trump para Israel/Palestina ha sido el último ejemplo, quizá uno de los más flagrantes. Independientemente del carácter utilitario que la iniciativa presenta en lo que a las arenas políticas estadounidense e israelí respecta, la decisión arroja luz sobre una realidad en el terreno que gran parte del mundo parece ignorar.

El plan viene ilustrado por un mapa con un parecido enorme con el mapa en el que muchos palestinos llevan años apoyándose para denunciar la colonización rampante del territorio destinado al que tendría que ser su Estado. Un conjunto de islas palestinas en un mar de soberanía israelí. La respuesta era siempre la misma: esta situación se podría –en todo o en parte- revertir en una futura ‘solución de dos Estados’ negociada por las partes. Negociación, recordemos, en una situación de asimetría de poder y dentro de los parámetros acordados por la comunidad de naciones. No necesariamente, empero, en línea con el derecho internacional, como demuestra, entre otros, la renuncia al derecho de retorno de millones de refugiados palestinos.

En clara contravención del derecho internacional, Israel ha cimentado una soberanía de facto única entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, una ‘realidad de un Estado’. Un Gobierno interino palestino administra un número de enclaves –la llamada Zona A-, sometido en su comportamiento y margen de maniobra a las consideraciones de Gobierno israelí y comunidad internacional, y percibido como ilegítimo por millones de palestinos.

A medida que la causa palestina se convertía en una nota al margen más de la agenda global, dejaba de ser tabú en el vocabulario político israelí un concepto, como es el de ‘anexión’, que nunca dejó de protagonizar el imaginario sionista volcado en el Plan Allon de 1967. Al igual que hizo en los casos de Jerusalén y los Altos del Golán, Israel proclamaría su soberanía de iure sobre partes de Cisjordania, desafiado por un timorato cóctel de preocupación, indecisión e inacción desde sus aliados internacionales.

La ventana de oportunidad que podría abrir este catastrófico contexto es que lo que antes era un tabú para muchos progresivamente se pueda convertir en un discurso a abrazar. Juristas y organizaciones definen hoy la realidad sobre el terreno como una de apartheid, definido por el Estatuto de Roma como "régimen institucionalizado de opresión y dominación sistemáticas de un grupo racial sobre uno o más grupos raciales y con la intención de mantener ese régimen".

Un sistema en el que, bajo una misma soberanía, los derechos de cada individuo dependen de su pertenencia étnica, tal y como ocurre hoy con los residentes en territorio ocupado, los ciudadanos palestinos de Israel y con los refugiados palestinos impedidos de regresar a su patria. Quizá solo así se vea la comunidad internacional obligada a decidir: ¿apartheid o derechos iguales para todos? Quizá solo entonces se permita que sea el pueblo palestino quien decida en qué estructura política quiere ejercitar derechos inmutables no respetados durante décadas.