IDEAS

El gesto de Benedicta

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Miqui Otero

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Puede que el gesto más político de toda entrega de premios reciente fuera eso, un gesto. Benedicta Sánchez escucha su nombre, se levanta algo azorada, el público aplaude y los flashes y la música la reclaman en el escenario de los premios Goya. Ella, sin embargo, no va a ceñirse a las urgencias de otros. Ya la han agobiado con prisas demasiadas veces. Insiste en registrar su bolso. Busca algo y nadie sabe qué es. ¿Un revólver? ¿Una pitillera? ¿Un papel donde ha escrito su discurso? No, un pañuelo de papel. La ganadora se moca de un modo muy expeditivo y, a continuación, lo hace: afianza ese kleenex en la manga de su camisa.

Luego se pondrá frente al micrófono, con ese vestido casi mitológico que cruza mandil de faena y frac de gala, y la que llegó sin prisa pedirá muy educadamente irse: "¿No es menester? ¿Me puedo ir ya?"

El gesto de Benedicta Sánchez concentra toda una tradición relegada, la de las mujeres que han callado o han sido silenciadas en novelas y películas

En realidad, el ojo paranoico ya ha detectado ese primer gesto instintivo, aunque no sabe si era un kleenex o un 'pano da man'. Ha sido sutil, casi un descuido. Como ese masón que estrecha tu mano y pulsa con su dedo gordo el nudillo del tuyo. Como ese presidente de Estados Unidos que en el clímax de su discurso enarbola una mano cornuta, esos cuernos de los discípulos de Satán. O esa otra cantante pop, que eleva un triángulo, ofreciendo una puerta cósmica o ese otro fulano sonriente, el CEO de una empresa multinacional, que celebra una salida a bolsa con un signo de OK, cerrando un aro con índice y pulgar, cuando en realidad es un peligroso ocultista con el alma empeñada.

Todos ellos, dicen los libros de cultos paranormales o los youtubers terraplanistas, muestran, concentrada en esos mudras, gratitud a seres demoniacos o subrayan la alianza con miembros de alguna añeja hermandad elitista gracias a la que ostentan gran poder en el mundo.

¿Qué significa, pues, el gesto de Benedicta? Es el gesto del ahorro casi ecológico: el de quien no gasta un pañuelo cada vez que anda resfriada por trabajar al aire libre. El de quien después de llorar debe seguir con la faena, con la vida. El de quien ha encajado miserias y sabe dónde esconderlas. ¿Y cuál es esa misteriosa alianza global, o culto clandestino, que delata el gesto? La de las mujeres que se reúnen en hórreos rurales o en sillas plegables de barrios. La de las que hablan sin parar cuando cae la tarde. La de las que han callado o han sido silenciadas mucho tiempo en novelas y películas. Es curioso que el gesto lo haga Benedicta, porque tras su aire entrañable de yaya de aldea hay una mujer que ha viajado más que el 80% de los jóvenes del teatro (fotógrafa de bodas en Brasil, kibutz en Israel, Krishnamurti en Suiza). Pero ella es actriz y a veces en eso consiste el arte: en saber de qué hablas y de dónde vienes, en explicar algo muy real a través de una ficción, en concentrar una gran idea, también toda una tradición relegada, en un gesto.

Benedicta también dedicó el premio a sus nietos y les pidió que no se olvidaran de su abuela. Su gesto, también, el de mi abuela, que escondía el pañuelo en la manga de su mandil para fingir entereza (madrugada, ya ladraban los perros y ya lloraban las nubes) cuando mi coche salía hacia Barcelona cada 31 de agosto. Este Goya tamén é teu, Placeres.