Reivindicación del presente

No hay música en el futuro

Quizá la única función de la Oficina de Prospectiva y Estrategia a Largo Plazo del Gobierno de Pedro Sánchez sea dar esperanza, hacernos creer a todos que hay un plan B

Ilustración de Trino

Ilustración de Trino / periodico

Silvia Cruz Lapeña

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Ni el pasado ni el futuro son difíciles. Uno pasó, el otro aún no ha llegado. Al primero hay que enfrentarse, al segundo, solo esperarlo. Complicado es el presente, eso que en la nueva Oficina Nacional de Prospectiva y Estrategia de País a Largo Plazo llaman, con un poco de desdén, “cortoplacismo”. El Gobierno de Pedro Sánchez, cuentan, no la ha creado para adivinar el porvenir sino para adelantarse a él y poner remedio a aquellas cosas que puedan necesitarlo.

Parece que quieran cambiar algo que hace algo más de 20 años lamentaba en un artículo el catedrático de Filosofía, y hasta hace poco presidente del Senado, Manuel Cruz: que el futuro se hubiera convertido en algo poco deseable. “El tiempo venidero ha perdido los rasgos y las determinaciones que poseía aquella venerable idea, para pasar a ser el espacio de la reiteración, de la proyección exasperada del presente”, decía, criticando que tanta gente -incluida la progresista– volviera sus ojos al pasado para usarlo y abusarlo, también políticamente.

Lástima que se murió <strong>Rafael Sánchez Ferlosio</strong>. Nos recordaría a todos, olvidadizos, que el futuro no existe. Sobre todo a los medios que ya le han hecho parte del trabajo a la Oficina de Prospectiva al contárselo, sin pizca de asombro, al lector/espectador/oyente/tuitero. O cuando informan del mismo modo que algunos hacen política: vaticinando. “¡No se titula en futuro!”, bramaban los profesores de redacción periodística, recordándonos que las promesas se incumplen –“El Gobierno subirá las pensiones”–, que el mundo puede acabarse esta noche –“Este es el vestido que no querrás quitarte este verano”– y con él las estaciones, dejando cualquier anuncio en un eterno presente.

Thomas Carlyle también frunciría el ceño ante la puerta de esa oficina. Al escritor y matemático inglés se le pueden afear algunas cosas, no que desconociera los males de los más desfavorecidos en su siglo, el XIX: hambre, enfermedad y violencia. Son circunstancias que no admiten largos plazos, sino una solución lo más rápida posible. Por eso también escribió un libro sobre el presente, tiempo que describía como “el hijo más pequeño de la eternidad y el padre del futuro”.

Obsesión por la anticipación

Pero qué importa lo que pudieran decir personas que están ya criando malvas, sobre todo, como apuntó Zambrano, cuando hoy el tiempo se demuestra inútil y “corre sin desembocar en parte alguna”. Parece que la pensadora se estuviera refiriendo al tiempo electoral, un lapso temporal que parece gobernado por la magia, pues a veces da la sensación de que viviéramos en él como en un bucle. Con los nuevos planteamientos de estrategia a largo plazo eso es lo que parece, más aún después de escuchar al presidente del Gobierno referirse a su mandato como un periodo de “1.440 días, 200 semanas” y no con el clásico “cuatro años”. Como si además de anhelar ver el futuro, Sánchez se hubiera propuesto cambiar la forma que tenemos de medir el tiempo.

Choca la renovada obsesión por la anticipación en una sociedad que aún no ha digerido la “memoria histórica”, con la que intenta resolver las cosas de un pasado que también fue un día presente imperfecto. Y choca también con esos verbos tan importantes hoy como cuidar o conciliar, actividades que no se postergan y que deben procurarse irremediablemente en el presente. Para no lamentarlo mañana.

"El futuro es oscuro y no se me ocurre que pueda ser una cosa mejor", escribió Virginia Woolf 

El futuro es oscuro y no se me ocurre que pueda ser una cosa mejor”, escribió Virginia Woolf en sus diarios, y no lo dijo –no solamente– porque acabara de finalizar la primera guerra mundial o porque fuera mujer pesimista. Lo que hacía la escritora era una descripción: el futuro es de ese color porque no hay posibilidad de vislumbrarlo. Podemos hacer encuestas y predicciones y calcular cuándo nacerá nuestro primer hijo, cuántos años se llevará con el segundo o las horas cotizadas para no jubilarnos en peores condiciones de las que trabajamos. Pero seguiremos sin saber qué día de qué mes y de qué año nos echarán del trabajo o conoceremos –si lo hacemos– al amor de nuestra vida. Por eso no hay música en el futuro, no se canta ni se baila y nadie vive aún en él para hacernos una crónica de lo que pasa.

Pero es que esa es su gracia y quizá sea esa la única función de esa oficina –y de esos titulares–: dar esperanza. Hacernos creer a todos que hay un plan B, algo que destruirá los remordimientos y arreglará todo lo que se haya estropeado. Y no es verdad. O sí. No lo sabemos. Es como asegurarle a un amigo que zozobra “todo irá bien”, cuando lo único que podemos prometerle es “estoy aquí”.