Las vicisitudes judiciales del 'procés'

El embrollo europeo (o rectificar es de sabios)

El Constitucional debería poner orden en el embrollo por el bien de la justicia española

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Javier Melero

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No dispongo de ningún dato objetivo que lo corrobore, pero tengo la sensación de que las vicisitudes judiciales del ‘procés’ en el plano internacional –en Bélgica, Escocia, Alemania y ante el propio Tribunal de Luxemburgo– han aportado más sombras que luces al prestigio de la justicia española. Perdonen que por una vez me ponga autorreferencial y les cuente, como una leve concesión al cinismo, que todo esto –el lío monumental en que se ha metido el Tribunal Supremo–, yo ya lo había pronosticado hace tiempo utilizando un viejo chiste. El del tipo que va por la autopista y escucha por la radio que hay un kamikaze conduciendo en dirección contraria, a lo que aquél exclama: «¿Uno? ¡Hay un montón!». A fin de cuentas, un cínico, decía Bierce, no es más que un villano cuya defectuosa visión le hace ver las cosas como son, no cómo deberían ser. De ahí la costumbre de los escitas de arrancarle los ojos para mejorarla. 

Obviamente, con esto no quiero decir que los jueces españoles deban comportarse ante los de otros países como el pariente pobre ante el cuñado que ha triunfado en la vida. Solo que este rechazo multinacional (que no parece tener sus orígenes en contubernio alguno de los seculares enemigos de la patria) hubiera debido motivar una honda reflexión seguida, en su caso, de una sagaz y fundamentada rectificación, en aras a no generar más confusión de la que el mundo ya de por sí genera. Por el contrario, es evidente que se prefirió cerrar filas con el aplauso de los nuevos euroescépticos: aquellos para los que Bélgica sigue siendo un feudo del rey Leopoldo y los saqueadores del Congo, Escocia el hogar de un monstruo en un lago y Alemania un lugar donde proliferan los tribunales regionales del tres al cuatro.

La confianza de los ciudadanos

No hubo rectificación y, como consecuencia, nos hallamos ante una serie de resoluciones judiciales –y muy especialmente ante la última del TJUE– que ya nadie sabe cómo interpretar coherentemente (empezando por los propios servicios jurídicos del Parlamento europeo), ni qué efectos pueden llegar a tener, lo que genera que el experto se halle perplejo y el profano también. A lo que hay que añadir la respuesta del Supremo a lo dicho por el de Luxemburgo, declarando amable y educadamente su acatamiento, aunque no sin insinuar que la sentencia en cuestión tiene menos luces que la lancha de un contrabandista. Todo ello al mismo tiempo que expresa que el pronunciamiento del tribunal europeo carece de cualquier relevancia práctica: como si resoluciones judiciales imperativas y contradictorias pudieran coexistir armónicamente sin devaluar hasta extremos hasta hace poco difíciles de imaginar la confianza de los ciudadanos en la justicia. 

En realidad, todo este embrollo tiene su origen en la desmesura. Las prisiones provisionales no tenían el menor sentido (de hecho, el propio instructor revocó muchas de ellas para, después, en entretenida lucha contra la monotonía, volverlas a decretar), y las acusaciones por rebelión y sedición rozaban la hipérbole. Los tribunales belgas, escoceses y alemanes ni entendieron ni compartieron el planteamiento del Tribunal Supremo, tal vez movidos por un prejuicio racista hacia los europeos del sur. Solicitaron información complementaria y una descripción clara de los sucesos violentos que fundamentaban las peticiones de entrega, y la respuesta que salió de España no les convenció. 

Y el caso es que –paradójicamente– el tribunal, por ejemplo, de Schleswig-Holstein que denegó la entrega de Puigdemont por rebelión no hacía ni más ni menos que aplicar la doctrina tradicional alemana (¡y española!) según la cual el grado y adecuación de la violencia para el objetivo perseguido es una característica esencial del delito. El tacticismo que inspiró la retirada posterior de las euroórdenes aún fue más extraño y, por tanto, peor comprendido: de hecho, yo aún no lo comprendo. Y luego vino la denegación del permiso a Junqueras y la consulta al TJUE, y una condena por sedición que abundó en el exceso y a la que me atrevo a augurar un sombrío porvenir ante el TEDH.

Una lectura liberal de la Constitución y las leyes penales es el mejor síntoma de la buena salud de una democracia

A todo eso debería el Tribunal Constitucional poner remedio cuanto antes por el bien de todos. Empezando por el bien de la propia justicia española. También por el bien de quienes no lo fiábamos todo a Europa en primera instancia, sino que peleamos hasta el límite de nuestra propia convicción una solución jurídica ante el Supremo. Una solución rigurosa desde el punto de vista técnico que reforzara el prestigio de nuestras instituciones y asumiera que una lectura liberal de la Constitución y las leyes penales es el mejor síntoma de la buena salud de una democracia. Aunque esa democracia esté situada ante una disyuntiva en la que la preservación de la libertad pueda llegar a implicar la debilitación del Estado. Esa puede ser la flaqueza de los regímenes democráticos (Lartèguy), pero, al mismo tiempo, es un motivo de orgullo. Un honor.