Opinión | Editorial

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Lo que queda después de la ira

Será necesario construir un nuevo contrato social que contemple los derechos de las mujeres y la sostenibilidad

Un grupo de policías arrestan a un manifestante durante una noche de protestas en Hong Kong, el 24 de diciembre del 2019

Un grupo de policías arrestan a un manifestante durante una noche de protestas en Hong Kong, el 24 de diciembre del 2019 / periodico

El año 2019 ha sido movido en muchos lugares del planeta: las protestas en las calles de Hong Kong, en diversos países de América Latina, en Francia, o en Oriente Próximo son, sin duda, un toque de atención. Quizás no han sido tan intensas como las protestas juveniles de finales de los años 60, pero sí lo suficientemente multitudinarias para que no pasen desapercibidas a los poderes formales e informales a escala global. El mundo suma un par de generaciones perdidas en muchos estratos socioeconómicos: los que sufrieron con mayor intensidad la crisis financiera del 2008 y los que siguen sufriendo la manera como se ha salido de esa hecatombe: mayor desigualdad, peor precio del trabajo, más precariedad, doble rasero para valorar el trabajo de las mujeres, menos protección social, peor educación y peor sanidad. No hay que dibujar un panorama uniformemente negro, pero sí tener en cuenta que para gran parte de la sociedad esa es la realidad de cada día. Con dos agravantes: el acceso al trabajo ya no asegura el acceso al bienestar y no hay ningún elemento que prometa un futuro mejor a medio plazo. Muchos de los que se han manifestado este año en los cinco continentes forman parte de una generación que va a vivir objetivamente peor que sus antecesoras. Ese es el núcleo del problema.

Muchas de las protestas de estos meses han tenido una dimensión inédita, que no se repetía desde los años más duros de la crisis. La razón es que la recuperación no está redistribuyendo la riqueza sino la miseria en muchos casos. Es lógico que, ante esta situación, crezcan las protestas que se canalizan en dos direcciones aparentemente contradictorias: los populismos, habitualmente vinculados a la extrema derecha, y los movimientos antisistema generalmente próximos a la extrema izquierda. Ambas formas de expresión son igualmente estériles. La respuesta a estos grandes retos vendrá desde la transformación de las estructuras económicas y, especialmente, políticas. Y se sustentará, como avisan los expertos, en dos grandes puntales: el feminismo y el ecologismo. Es decir, en el combate desde la esfera política contra la emergencia climática y contra la violencia machista. Estas dos grandes luchas hallarán solución a partir de una radical defensa de los derechos civiles y de una nueva forma de organización económica que se base en la idea de sostenibilidad, no solo ambiental sino también social.

Los movimientos sociales empujan. Y hacen bien siempre que no asuman planteamientos violentos. Pero una vez expresada la ira, es necesario reconstruir un gran contrato social que contemple los derechos de las mujeres y la sostenibilidad. Hace un siglo, los grandes desequilibrios económicos y el capitalismo sin trabas dieron pie a dos grandes formas de totalitarismo. Pero el progreso llegó con la paz, en base a grandes acuerdos entre capital y trabajo, entre generaciones y entre Estados. La ira debe pues encauzarse políticamente y también desde los sindicatos y las patronales para transformar, que no es tan vistoso como revolucionar pero es mucho más efectivo.