IDEAS
Los nuestros en Navidad
Salvo en casos muy contados, las vidas suelen ser más interesantes que las opiniones. Incluso, o sobre todo, cuando son un gran despropósito.
Es conveniente recordar esto ahora que llegan las reuniones familiares. Nuestras cenas de Navidad deberían ser más narrativas que discursivas. Más parecidas a una maratón de pelis de sobremesa que a un empacho de programas de tertulia política en tele generalista. Más novela y menos twitter, para entendernos. Cuando a un familiar le de por hablar de unidad ante el enemigo al margen de izquierda y derecha, o por quejarse de no poder hacer un chiste de tetas ni en su santa casa, solo cabe preguntarle por cuando quemó aquella papelera en su colegio o se tiró un pedo en la iglesia o se fugó a Madeira con aquella pareja o se enclaustró en un monasterio cistercense un semestre. Incluso una mala vida es interesante; una mala opinión solo es, cito a Los Punsetes y a George Eliot, una opinión de mierda (sobre todo cuando nadie la pide).
Las vidas suelen ser más interesantes que las opiniones; conviene recordar esto ahora que llegan las reuniones familiares
Ahora que mucha gente piensa que "los nuestros" son los que opinan igual que nosotros en nuestro 'timeline' de twitter, pienso en 'Los nuestros', el libro del genial Serguéi Dovlátov que acaba de editar en castellano Fulgencio Pimentel (en catalán, La Breu Edicions). Allí, el Vonnegut ruso narra las historias de "los suyos". Un linaje de vidas delirantes. Un bisabuelo temible que impresionó al zar porque se metía una manzana entera en la boca, que bebía vodka en copazos de agua con soda y que es la razón por la que a Dovlátov, cuando iban a cenar a casa de unos amigos, su esposa le decía: come algo antes de salir. Ese otro abuelo materno que cuando un terremoto se cebó con Tiflis no se movió de su butaca (lo rescataron entre los cascotes con la prensa sobre las rodillas y una botella de vino a sus pies). O ese tío vigoréxico que consideraba que Rod Stewart y el latín eran incompatibles (acabó en un psiquiátrico). O esa madre que creía en el sentido ético de la ortografía: alguien que escribía 'agusto', todo junto, encarnaba la peor decadencia moral. O aquel primo, el pluscuamperfecto ejemplo de joven soviético, gran deportista en olimpiadas regionales y estudiante de 10, que de vez en cuando perdía la chaveta: como aquella última semana de colegio, cuando decidió asomarse a la ventana y orinar sobre la calva del director. O ese padre, que creía que con Stalin estaban mejor: al menos entonces se publicaban libros, aunque se fusilara luego a sus autores. O el único miembro normal de toda la saga: un cachorro fox terrier, color tronco de abedul, con esa nariz calcada a un diminuto guante de boxeo.
'Los nuestros' de Dovlátov me hacen pensar en los míos, en Mis Nuestros. Ese tío abuelo que emigró a Cuba, logró ser el encargado de la mejor sastrería de La Habana y dejó de enviar dinero a su familia gallega. O ese otro que llegó a Nueva York viajando en la bodega de un barco donde le dieron de beber gratis gracias a sus cantes. O ese padrino, que lograba un sobresueldo en la colonia alemana a la que emigró en los 60 cortando el pelo y revendiendo, después de remendarlo, calzado defectuoso. O ese otro conductor de la Danone, que encadenaba turnos de más de una semana Marlboro a Marlboro y me regalaba yogures: por lo visto, alguna reunión navideña de mi familia se llegó a hacer en un área de servicio de Lleida entre descarga y descarga. Son las vidas de los míos. Me interesan porque los quiero, sí, pero también porque son tan diversas (y azarosas) como las copas para diferentes licores y de varios colores de la cubierta del libro de Dovlátov. Más interesantes que sus opiniones. Muchísimo más interesantes que la mía. Y eso que esto es una columna de opinión, pero quizá por eso mismo de vez en cuando explico algo de mi vida o de la de los míos.
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