Análisis

La ejecución de las penas

Que una condena por sedición sea totalmente errónea no autoriza a la administración penitenciaria a modificar ese fallo, porque no es su competencia. Los fallos erróneos los corrigen los tribunales

Interior de una de las galerías de la prisión de Lledoners.

Interior de una de las galerías de la prisión de Lledoners. / Marc Vila

Jordi Nieva-Fenoll

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Quien defiende la prisión a ultranza solo busca que el reo 'sufra' con el encierro como forma de 'compensar' el daño causado por el delito. O bien que su castigo sirva de ejemplo para disuadir a otros.

Pero no se curan los males propios porque otro sufra, más allá del sadismo de cada cual. Tampoco es fácil escarmentar en cabeza ajena, por lo que el supuesto efecto ejemplarizante acostumbra a tener poco sentido por más partidarios que tenga, que por desgracia aún los tiene.

Por fortuna, va ganando cada vez más terreno la idea de ver en la pena no un castigo –solo punitivo o también pedagógico–, sino una oportunidad de tratamiento por el tiempo que dure la pena, tratamiento que debe individualizarse para cada condenado en función, sobre todo, de la capacidad de persuadir al reo para dirigir su vida por un camino compatible con la convivencia. Así han nacido centros penitenciarios –sobre todo en países nórdicos– que se parecen lo menos posible a una cárcel para ayudar al reo a adaptar su vida a esa convivencia. Empíricamente es la vía que está dando mejor resultado, aunque la mayoría de la población lo ignore.

Adaptación a la convivencia

Nuestras normas penitenciarias, aunque comparten expresamente la orientación de la pena como tratamiento y no realmente como castigo, están concebidas sobre todo para ejecutar penas de prisión impuestas por delitos contra la vida, la integridad física o psíquica y el patrimonio. Por ello disponen que se clasifique al reo en grados –primero, segundo o tercero– en función de 'la evolución de su tratamiento', es decir, de la adaptación de la conducta del reo a la convivencia pacífica en sociedad. Y esa clasificación en grados supone, o bien un régimen cerrado sin permisos de salida –primer grado–, o igualmente cerrado pero con permisos de hasta 36 días al año una vez cumplida la cuarta parte de la pena –segundo grado, el habitual–, o en un centro abierto con permisos de 48 días al año –tercer grado–, clasificación de semilibertad que se concede también cumplida una cuarta parte de la pena, y que consiste en pernoctar en el centro penitenciario salvo que se acepte el control telemático del reo.

Esta descripción de la clasificación no es estricta, sino muy flexible entre segundo y tercer grado, y puede variar en función de la evolución de cada reo. Depende de la junta de tratamiento de cada prisiónjunta de tratamiento, debiendo ser refrendado su dictamen por el órgano administrativo correspondiente, en el caso de Catalunya, la Conselleria de Justícia. Las clasificaciones en los diversos grados pueden ser recurridas por el reo o la fiscalía ante los tribunales. En esta fase ya no tiene papel alguno la acción popular ni la víctima, por lo que el devenir de la ejecución de las penas depende solamente de fiscales y jueces.

Pero insisto en que todo el sistema está diseñado para conjurar la peligrosidad e inadaptación del reo en delitos contra la vida, integridad física o psíquica o patrimonio. Cabe preguntarse cuál es la respuesta del sistema en casos en que los reos solo buscan promover su ideología, que no van a cambiar, y que es compatible con el ordenamiento jurídico siempre que se haga a través de medios legales y con lealtad institucional, es decir, sin incurrir en vías unilaterales superando el régimen competencial establecido en las leyes.

Multas económicas e inhabilitaciones

En casos como este y en otros que no pueda existir riesgo para los bienes jurídicos antes mencionados –vida, integridad física o psíquica y patrimonio– la prisión no ofrece siquiera un tratamiento adecuado, lo que debería ser tenido en cuenta en próximas reformas del Código Penal, aportando un poco más de imaginación en el tratamiento a imponer al reo y no pensando solo en un encierro. Las multas económicas y las inhabilitaciones, acompañadas de otras medidas que hoy no existen, habrían de ser especialmente útiles para tratar, por ejemplo, a un prevaricador.

Mientras no llegan esas reformas, es la administración penitenciaria la que debe tener esa imaginación, pero con un límite: las clasificaciones de grado no pueden hacer ilusoria la pena desautorizando al tribunal. Que una condena por sedición sea totalmente errónea en este caso, como yo mismo defiendo, no autoriza a la administración penitenciaria a modificar ese fallo, porque no es su competencia. Los fallos erróneos los corrigen los tribunales. Las penas desacertadas las corrige el Gobierno con los indultos, que nunca pueden ser generales, sino individualizados. Las administraciones penitenciarias no poseen competencia para anular 'de facto' una pena.