El conflicto catalán

Sentido de Estado

Muy pocos se atreven ya a hablar de propuestas políticas territoriales porque han exacerbado tanto el discurso ante los votantes, que ya no osan moverse un ápice de lo que públicamente han dicho

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Jordi Nieva-Fenoll

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Catalunya y España siguen siendo, en sí mismas, argumentos electorales. Es sorprendente que después de una experiencia democrática de 40 años, tantas personas depositaran –en las muchas últimas elecciones– su papeleta en la urna pensando solamente en el propósito de mantener la integridad de un territorio, o por la voluntad de que se produzca la secesión de una parte del mismo. Sin embargo, los partidos se dieron cuenta de ello y por eso la mayoría dio al concepto de 'país' un peso específico capital en su propaganda.

Es obvio que esa no era ni es forma de presentarse a unas elecciones, pero por diferentes motivos que convendría precisar, los partidos optaron por aprovecharse del simplismo de muchos votantes, alimentándolo convenientemente, en lugar de cumplir con la que debería ser su principal misión en democracia: explicar de modo sencillo lo complejo para que sepamos cuáles van a ser sus medios y objetivos en materia económica, sanitaria, de educación, de obra pública o de seguridad y defensa, entre las diversas áreas de gobierno que debieran explicar a fin de que los ciudadanos sepan realmente a quién votan y por qué.

Rivalidad política y económica

Pero no ha sido así. Prefieren seguir prometiendo la creación de una nueva república europea sin decir cómo y sin tan siquiera haber intentado, o al menos explicado, un sólo camino creíble para conseguirlo. O bien aseguran la unión inquebrantable del Estado sin exponer en absoluto si tienen algún otro plan que no sea la represión de lo anterior, es decir, de la nada. Y si es así, deberían decir si al margen de enjuiciar líderes independentistas, poner de vez en cuando en cuestión el uso público de la lengua catalana o suprimir las competencias de una comunidad autónoma por un camino u otro, poseen, o piensan al menos, en algún plan para resolver un contencioso que tiene por origen una rivalidad política y económica entre territorios medievales, y que en los últimos 300 años no ha dejado de manifestarse cada cierto tiempo de diversos modos con mayor o menor virulencia. Siempre ha estado ahí.

Aunque parece que poco a poco se intenta ir recuperando un clima favorable no ya al diálogo, sino a la simple comunicación, muy pocos se atreven ya a hablar de propuestas políticas territoriales porque han exacerbado tanto el discurso ante los votantes, que ya no osan moverse un ápice de lo que públicamente han dicho, y que saben imposible. No se puede planchar el Estado autonómico a la francesa de forma antidemocrática, es decir, sin atender a los deseos de los que viven en cada comunidad autónoma. Y tampoco se puede conseguir la independencia de manera unilateral, ni siquiera con la repugnante ensoñación de un baño de sangre, absurdo además al no existir capacidad alguna de resistencia militar en uno de los bandos.

Los hechos del 27-O del 2017

Los políticos harían bien en explicar todo eso, pero unos, la mayoría, andarán siempre buscando más escaños en los diversos parlamentos que pensando en el país con el que tanto se llenan la boca. Y algunos –no todos, por fortuna– que están en el extranjero, parecen plantear más o menos que todo reviente, en una vana esperanza de que, entonces, un pueblo inerme y enviado a estrellarse contra las rocas favorezca, derrotado, su imposible vuelta triunfal a un destino más tranquilo y agradable que el exilio, que desde luego están comprobando con aspereza que, obviamente, no lo es. Creo que todos habrán repasado mentalmente mil veces los hechos del 27 de octubre de 2017, y habrán reconocido que fueron contraproducentes para la consecución de la independencia y que, a la postre, no tuvieron el más mínimo sentido. Incluso por puro interés personal, harían bien en reconocerlo públicamente, con más sentido de Estado y menos cálculos electoralistas. Splo es posible encontrar soluciones basándose en las realidades.

Y es que nada se normalizará hasta que los políticos –todos– no vivan esas auténticas realidades del país cuyo nombre vociferan, pero con ese sentido de Estado que, desde luego, no parecen tener. Unos dos millones de catalanes no van a olvidar que quieren la independencia, y a eso no se le puede dar la respuesta de que al resto de españoles no les da la gana. De una mente con sentido de Estado se esperan soluciones más imaginativas que construyan y busquen el acuerdo, y no que solamente quieran quemar todos los puentes. La clave del acuerdo es el pensamiento empático, que solo se consigue cuando los unos son capaces de entender lo que piensan los otros sin prejuicios.