IDEAS
¿Cómo se crea una cultura antifascista?
Lucía Lijtmaer
Periodista
Lucía Litjmaer
En los últimos días con los resultados electorales parece florecer una nueva idea en algunos medios de comunicación: si la ultraderecha ha logrado arrastrar a tantos votantes, ¿debemos demonizarles? ¿No es mejor tratar de entender qué le pasa a tu primo, tu vecino, tu hermana?
De todas las preguntas alrededor del ascenso del fascismo esta es, en realidad, la menos interesante, pero sí la más insidiosa: este discurso aparentemente inocuo -si todos somos humanos, ¿por qué dejar de hablarnos?- deja de lado una evidencia: el problema de la ultraderecha no son las personas que compran el discurso, sino el discurso en sí.
Esta nueva pregunta mediática sobre la necesaria humanidad del prójimo y la intención de no romper España durante otras navidades en las que no te hables con tu cuñado el facha es la consecución de otras anteriores, que también sirvieron para el blanqueamiento actual de la ultraderecha y su ascenso en las urnas. Primero, la necesaria exotización del fenómeno, con titulares tan excepcionales como "¿Dónde van los fascistas españoles de vacaciones?" O “Una noche de discoteca con el DJ Santiago Abascal y los cachorros de VOX”. A eso le siguió no un análisis pormenorizado de sus propuestas políticas -que sería hasta deseable- sino la popularización de sus ideas haciendo gala de la libertad de pensamiento, la necesidad de que no "haya debates prohibidos", y el señalamiento a una supuesta "superioridad moral de la izquierda". No es casualidad que esas dos últimas expresiones las usara Santiago Abascal en su triunfante balcón la noche del 10N: las había visto repetidas en innumerables columnas de opinión.
El paso siguiente en la normalización de la ultraderecha ya está siendo popularizado en esos mismos espacios, y no es otro que aplicar la teoría de los dos demonios a la actualidad española: la ultraderecha surge y es comprensible precisamente como respuesta a una ultraizquierda. Para eso, se requiere de una opción sensata que las frene a ambas. Es decir, algo parecido a ni fascismo ni antifascismo: igualdad.
La conclusión a la tan ansiada pregunta: ¿cómo creamos una cultura antifascista? quizás sea tan sencilla como no fomentar todas las estrategias anteriores, no compartirlas, no participar de ellas y algo mucho más urgente: denunciarlas. Lo demás es ser cómplice.
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