Opinión | LIBERTAD CONDICIONAL

Lucía Etxebarria

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Hijos de padres que vivieron una guerra

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Mi padre murió cuando él tenía 76 años y yo 34. Cuando mi madre abrió sus cajones y sus armarios, empezaron a aparecer reservas acumuladas. Cientos y cientos de sobres de azúcar. De pastillas de jabón. Decenas de lápices y bolígrafos, corbatas. Todo obsesivamente guardado en cajas, sujeto con gomas, acopiado, atesorado.

Mientras vivió, no tuvimos una relación muy cercana. Él era una persona muy encerrada en sí mismo, obsesivo compulsivo y adicto al trabajo.

Mi padre nació en 1925. La guerra se inició cuando él tenía 11 años. Con 12 presenció desde Bermeo cómo bombardeaban el pueblo de al lado, Gernika (foto), hasta dejarlo reducido a cenizas. Mi padre pasó hambre, frío y miedo.

Seis años después, le obligaron a alistarse en el ejército. Tuvo que ir a buscar maquis al monte. Él sabía que entre esos maquis que buscaban había miembros de su familia, así que tenía que mantener un delicado equilibrio entre obedecer las órdenes de sus superiores (porque habría podido ir a la cárcel si no lo hacía) y desobedecerlas en realidad, pegando tiros al aire y no dando la orden preceptiva si avistaba a algún hombre (porque habría podido hacer que encarcelaran a alguno de sus familiares). No puedo ni siquiera imaginar el estrés que debió pasar.

En 1950, junto con mi madre, emigró a Gales, que entonces era algo así como el quinto pino detrás del quinto pino. Trabajó en las minas de carbón de Gales. No como minero, en un puesto técnico. Pero si admitían allí a un español era porque los ingleses no querían ir a Gales, que entonces se consideraba algo así como lo peor del Reino Unido. Volvió con dinero y hablando un inglés impecable.

Pero yo de pequeña no le entendía nada. Yo quería tener un padre como los que se veían en las series de televisión. Un padre que me escuchara, que incluso jugara conmigo, que se sentara a cenar con nosotros, que estuviera contento. Tuve un padre que siempre estaba trabajando, siempre estaba fuera y que, en las pocas ocasiones en las que estaba en casa, solía tener un humor complicado.

Siempre he
creído en abrir 
fronteras, 
no en crear 
fronteras nuevas

Cuando somos niños no vemos a nuestros padres como lo que son: seres humanos, falibles. Queremos que cumplan nuestras fantasías, que se ajusten a nuestros deseos. No entendemos que ya estaban en el mundo antes de que nosotros viniéramos  a él, que ya tenían problemas antes de engendrarnos, que su función –por mucho que nosotros lo deseemos– no es la de hacernos felices, que eso no es más que una ilusión infantil. Crecer y madurar supone aceptar que tú no eres el centro del mundo, que tus padres también tienen vida propia. 

Toda su vida la construyó, entiendo ahora, desde la obsesión por crear la seguridad que no tuvo de niño. Por eso tenía guardados paquetes de paquetes de azúcar y jabón, como si mañana mismo fuéramos a vivir otra guerra civil. Últimamente yo leía las barbaridades que la gente escribía en Twitter y pienso que quizá mi padre no estaba equivocado del todo.

Mis hermanos nacieron en Gales. Mi madre nació en Bélgica. Mis sobrinos, en Estados Unidos. Mi sobrina tiene tres pasaportes: británico, estadounidense, español. Mi hija dos: canadiense y español. Nunca nos hemos sentido de una tierra o de otra, todos nosotros hablamos tres idiomas desde pequeños (yo hablo más). Y yo, como hija de inmigrantes, hermana de inmigrantes, he creído siempre en abrir fronteras, no en crear fronteras nuevas.

Y creo que la gente que apela a la violencia con tanta alegría no ha conocido de cerca al superviviente de una guerra, no ha vivido con él. 

Porque si lo hubiera hecho, no querría vivir otra.