Un golpe de Estado de libro en Bolivia
Bolivia ha pasado de tener un presidente indígena a tener una jefa del Estado sin ningún indígena a su alrededor
Albert Garrido
Periodista
ALBERT GARRIDO
Las imágenes ofrecidas por las televisiones de la autoproclamada presidenta en funciones de Bolivia, Jeanine Áñez, resultan por demás expresivas de qué ha sucedido en un cortísimo lapso de tiempo: el país ha pasado de tener un presidente indígena a tener una jefa del Estado a precario sin ningún indígena a su alrededor. Se trata de algo más que una anécdota; es algo sintomático que abunda en la división histórica entre las comunidades indígenas y mestizas, de un lado, con las puertas cerradas para acceder a los salones del poder político, y la comunidad de ascendencia europea, del otro, dueña casi en exclusiva de las instituciones, habituada a las asonadas, la intromisión de los uniformados en todas partes y las peleas de familia.
Tan significativa como el entorno blanco de Áñez es la negativa de varios gobiernos latinoamericanos a reconocer que los sucesos de Bolivia son un golpe de Estado de libro en la peor tradición del país, que seguramente posee el record continental de regímenes de facto. La diligencia de Donald Trump en jalear la intromisión de los cuarteles ha sido el punto de partida para que Jair Bolsonaro y algún otro mandatario de extrema derecha hayan intentado legitimar un episodio oprobioso para el arraigo de la cultura democrática en América Latina.
Ni siquiera la manipulación electoral cometida por Morales y su entorno –confirmada por la OEA– justifica la irrupción del generalato en el discurrir de la política: por definición, las fuerzas armadas y la policía están sujetas a las directrices de la autoridad civil.
El tercer factor a tener en cuenta es que la sacudida boliviana retrasa el reloj de la historia con preocupante celeridad, espoleada la regresión por el cambio de panorama desde los días no tan lejanos en los que, además de Morales, Lula, Rafael Correa, José Mujica y Ollanta Humala, más el peronismo arco iris de Cristina Fernández, conferían a Latinoamérica un perfil progresista, de rasgos bastante confusos, pero con pretensiones reformistas, a medio camino entre el populismo y la redención de los desheredados.
La frustración
Una mezcla de frustración y descrédito acumulado por gobiernos venales acabó con ese momento, que debió ser de corrección de la desigualdad y que, sin embargo, ha servido en bandeja a las oligarquías locales la posibilidad de neutralizar el progreso social que se avizoraba en el horizonte. Y en este capítulo Bolivia no es una excepción, sino más bien la confirmación del descontento producido por un largo mandato, el de Morales, que en el 2006 llegó al poder, entendido este como un instrumento, pero forzó su perpetuación en la presidencia, vista esta como un fin en sí misma.
Alguien ha afirmado a raíz de la crisis chilena que está por aclarar si el presidente Sebastián Piñera quiere luchar contra la pobreza o contra los pobres. La misma aclaración queda en el aire en Bolivia desde el mismo momento en que aparecieron los militares en uniforme de campaña para pedir la dimisión de Morales. El realismo obliga a temer lo peor en una sociedad críticamente dual.
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