Los retos del país

Euforias, depresiones y distracciones

Mientras aquí nos debatimos entre dos nacionalismos, el catalán y el español, por esos mundos de Dios la competencia no ceja. Y vamos perdiendo oportunidades

Ilustración de María Titos

Ilustración de María Titos / periodico

Josep Oliver Alonso

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Los resultados electorales generan sentimientos encontrados: para unos pocos, euforia; para otros cuantos, depresión; para una gran mayoría, cauta preocupación. Con ellos culmina un proceso en el que el debate ha ido subiendo de tono y, al final, la algarabía ha terminado siendo ensordecedora. Es el sino de estos tiempos. De la mano de los extremos, unilateralidad desde Catalunya y defensa a ultranza de una única nación desde España, vamos cavando trincheras y ampliando fosos. Que no serán ni fáciles de rellenar ni de superar con puentes hoy inexistentes. Con todo ello, la política española y la catalana, por descontado, han entrado en situación de excepción.

Todo este griterío tiene, además, un lado más oscuro que su pura emergencia. A base de elevar la voz y las exigencias y enfatizar las diferencias, no podemos centrarnos en lo verdaderamente importante: aquello para lo cual debería existir la política. Es decir, la solución de los problemas que nos aquejan hoy y los que se vislumbran que nos acabarán afectando mañana. Desde esta óptica, el próximo gobierno, sea el que fuere, tiene una inmensa tarea por delante.

Incrementar el bienestar

No solo por atender la inevitable desaceleración de la actividaddesaceleración , resolver urgentes problemas del sector público (déficit, deuda, pensiones) o poner en marcha imprescindibles políticas sociales (vivienda, desigualdad, pobreza). Sino, muy en particular, por la perentoria necesidad de mejora de la productividad. Porque en la recuperación 2014-19, el crecimiento del PIB se ha basado en añadir empleo y más empleo, dejando para 'ad calendas graecas' el crecimiento del valor añadido por ocupado, única formula conocida de incremento del bienestar en el largo plazo. ¿Cómo podrían las políticas gubernamentales contribuir al aumento de la productividad? Básicamente, mejorando el volumen y la calidad de los factores productivos, tanto los de capital humano como los físicos y tecnológicos.

Respecto de los primeros, el trabajo pendiente es inmenso y lo hecho hasta hoy es, simplemente, decepcionante: el largo listado de tareas da cuenta de lo que queda todavía por hacer. Por ejemplo, mejora del nivel educativo en la escolaridad obligatoria. En este aspecto podemos continuar haciéndonos trampas al solitario, pero la realidad es la que es: el nivel de los ingresados en la universidad no deja de caer desde hace años. Por no hablar del fracaso escolar, cuya reducción es, además de una necesidad económica, un imperativo moral: con el cambio técnico en curso se está condenando a un futuro de inevitable pobreza a un grupo no menor de nuestros niños y jóvenes.

Otro ámbito de reforma necesario es el de la crónica insuficiencia de la formación profesional. Parece un sarcasmo que un país con una tasa de paro juvenil tan elevada como el nuestro tenga que recurrir a trabajadores del Este de Europa, Sudamérica u otras partes del mundo para llenar los vacíos que deja nuestro sistema educativo. O, para terminar este capítulo de formación, cierto que tenemos un peso, jamás visto anteriormente, en población con niveles universitarios; pero también lo es que, en una proporción excesiva, se trata de títulos que no responden más que muy parcialmente a las necesidades productivas del país. ¿Resultado? Una sobrecalificación, estimada en más de un tercio de los ocupados, que es en sí misma un despilfarro.

Pasión nacionalista

En lo tocante al capital físico, más de lo mismo. Las infraestructuras vinculadas al tejido productivo no parecen centrar el diseño de las políticas públicas. Por el contrario, muy a menudo apuntan a intereses políticos de dudosa rentabilidad económica. El ejemplo paradigmático de estos desajustes, aunque no el único, es el corredor del Mediterráneo, un ámbito en el que, si no avanzamos, otros lo harán: mientras desde Catalunya, Valencia y Murcia se desgañitan en una más que justa demanda, se acumulan los años esperando una respuesta satisfactoria.

Finalmente, el capital tecnológico. Ahí, solo recordar que continuamos en la cola europea del gasto en I+D, con escasamente el 1% del PIB. Y las caídas de los presupuestos de nuestras Universidades y, en general, los del apoyo a la investigación, sitúan nuestro esfuerzo en este ámbito por debajo del de 2007.

Pero hoy ¡ay!, ¿quién se preocupa de todo esto? La pasión nacionalista es tan abrumadora que el discurso político queda desbordado por ella distrayéndonos de todo lo demás. Pero no se confundan, mientras aquí nos debatimos entre dos nacionalismos, el catalán y el español, por esos mundos de Dios la competencia no ceja. Y vamos perdiendo oportunidades. ¡Qué país!