IDEAS

Molinos y gigantes

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Mónica Vázquez

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Cuesta imaginar que, a estas alturas de la película, podamos encontrar ficciones que nos traigan una nueva lectura de la figura del Quijote. Pero eso es exactamente lo que hace ‘El hombre que mató a Don Quijote’, una película de Terry Gilliam y protagonizada por Adam Driver, conocido entre otras cosas por continuar la saga de 'Star wars' como el conflictivo hijo de Han Solo y Leia Organa.

Quien fuera miembro de los Monty Python y responsable de las animaciones del grupo humorístico, nos presenta la trágica aventura vestida de comedia de un exitoso director de cine (Driver) quien, enamorado de la historia del Quijote, decide volver a la España que conoció en sus años de estudiante para rehacer su primera película tal y como le hubiera gustado hacerlo cuando era joven y no tenía nada más que una vieja cámara y ganas de triunfar. 

A través de los ojos del 'Quijote' de Gilliam vemos el mundo no por lo que es, sino por lo que podría haber sido de haber habido más locos como él, dispuestos a soñar lo imposible

En sus andanzas, consigue localizar a su Don Quijote, un zapatero de La Mancha (Jonathan Pryce) que, tras protagonizar su película años atrás, fue incapaz de volver a la vida real cuando se apagó la cámara. Complemente convencido de ser realmente Don Quijote de la Mancha, el zapatero confunde al joven director con su querido Sancho Panza, y termina arrastrándole en su locura, persuadiéndole para que le acompañe en sus aventuras.

Los minutos corren vertiginosos por la pantalla, seduciendo al espectador con villanos retorcidos, verdades escondidas a plena vista y una latente ternura que abrasa y hiela por igual. La sed de éxito del joven director choca una y otra vez con la rectitud y generosidad de un Don Quijote que lucha por ser quien quiere ser a cada paso del camino. A través de sus ojos vemos el mundo no por lo que es, sino por lo que podría haber sido de haber habido más locos como él, dispuestos a soñar lo imposible y morir habiéndose conocido. 

No puedo desvelar el final porque, como toda gran historia, no lo tiene. Más que un final, es un principio. Es una invitación a creer en lo impensable, en uno mismo, en los demás. Es un viaje a las entrañas de un mundo plagado de gigantes, aunque algunos sólo sean capaces de ver molinos.