IDEAS

Juguemos a ser amigos

El escritor Carlos Pardo.

El escritor Carlos Pardo. / periodico

Miqui Otero

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Si hoy vuelvo a firmar esta columna como Miqui Otero, es porque un día conocí a Miguel Otero Mármol. 

No era un familiar ilustre, sino un desconocido con mi nombre y apellido que trabajaba en el diario donde yo haría prácticas por primera vez durante el verano de 1999. “Tú eres más de cultura y él está en deportes”, me  dijeron, “pero es gracioso que os llaméis igual, sí”.

La primera noche de fiesta con la redacción, me fijé en que Miguel Otero no me sacaba ojo desde la otra punta del comedor. Yo, un becario de 19 años que firmaba como Miguel Otero Díaz, o con unas iniciales que me encantaban: M.O.D., intentaba distraer mi mirada: había leído algunos relatos terroríficos sobre dobles literarios y no solían acabar muy bien. Entonces se me acercó la novia de Miguel Otero y me tendió un caset grabado. “Es que le da vergüenza, ya sabes cómo es”, me dijo. No lo sabía, aunque empecé a descubrirlo con esa cinta. En una cara, El Niño Gusano; en la otra, Los Enemigos. Dentro, una frase: “También fabriqué un dado, con la palabra hoy en cada lado”.

Desde un rato después, nos hicimos inseparables. Solíamos ir con un cedé grabado que exigíamos poner en los bares de chatos de vinos de Lugo. Nos explicábamos la vida y a veces era como atisbar la mía a través de la suya, diez años mayor. Cuando yo me cortaba ante alguna idea chalada, me decía que tenía piel de Olivetti. Si una noche de borrachera no quería volver a casa, me retaba a que quien perdía al futbolín decidía cuándo nos íbamos (increíbles aquellos golazos en propia puerta). Colocaba el Camel de canto sobre las mesas de formica y, a pesar de ganar un sueldo discreto, a veces le pedían dinero por la calle y aflojaba un billete de 20. Cuando conoció a mi novia, soltó que era de color granate (“eso es muy bueno”, añadió; “serás idiota”, dije; “sinestésico”, matizó). Compartíamos lecturas surrealistas y me regalaba libros, como aquel de la amistad entre Dalí, Buñuel y Lorca: 'El enigma sin fin'. “Como me lo pierdas, te corto los huevos”, me dijo. En la primera página, había escrito: “Insisto, te los corto”. Los dos queríamos escribir y ahora solo soy yo quien lo estoy haciendo.

Ingenio y anaglifos

Solíamos jugar a los anaglifos, un juego que habían creado los artistas de la Residencia de Estudiantes en los años 20. Inventar destellos ingeniosos, líricos y humorísticos, siguiendo siempre la misma estructura: la misma palabra dos veces, la gallina y algo que rompiera y no tuviera nada que ver. La miel, la miel, la gallina y el pantocrátor. Libre, libre, la gallina y la noche del IRPF. Miguel, Miguel, la gallina y la sed de futuro. No sabíamos si nuestra amistad era especial, si nosotros lo éramos, o si nos lo parecía porque la espoleábamos literariamente a golpe de ocurrencia pedante y confidencia sincera. Como cuando explicas en una carta algo y te pones tan estupendo que lo que explicas es bonito o gracioso, pero jamás te sucedió.

Pienso en todo esto después de leer 'Lejos de Kakania', de Carlos Pardo, donde explora, entre otras cosas, su amistad con otro amigo poeta. Alguien que le hace mejor aun cuando le hace sentir menos. Ellos juegan a hacer haikus con palabras que suenen niponas (planean medio en broma una antología titulada 'Japón Serrano'). Comparten a Nick Drake y a los Jam, chistes de pedos y citas de Rilke. Hablan, con su humor melancólico y su erudición desbordante, de la amistad, de la envidia larvada en la amistad,de la envidia larvada en la amistad cultivada en una crisálida llamada literatura donde todo es menos real pero a veces menos doloroso. “Y es esta voluntad de ser normales / la que nos deja exhaustos”, dice. Y también: “Y así queda el instante / fijado: dos amigos / con los mofletes sofocados / de quien acaba de silbar, / de noche, casi a oscuras, / con jerséis capicúas”.

 Lo que pasa en esta novela, en este libro memorialístico deslumbrante, parece intransferible como una resaca o una huella dactilar. Pero no lo es y por eso emociona. “Algunos me preguntan por qué hablo siempre de mí, cuando deberían preguntarse por qué ellos no piensan más en quién son”, escribió Montaigne. Al final las cosas son interesantes cuando muchos hemos pasado por ellas.  Así, hablando de él y de su mejor amigo, Carlos Pardo habla también de mí y de la persona que ya no está, que murió hace años (aún cuesta escribirlo) y por la que hoy vuelvo a firmar estas líneas como Miqui Otero.

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